Brasil carga en su ADN una cultura de violencia profundamente enraizada debido a las herencias de la conquista, la colonización, el exterminio de pueblos indígenas, la esclavitud, la destrucción del patrimonio natural. El Estado nació entre nosotros antes y encima de la sociedad y de la economía, el fuerte militar del colonizador antes de la ciudad, las capitanías y las sesmarías como estrategia de conquista, la casa grande y el cuarto de esclavos como base de la sociedad, los colonizadores y sus lanzas como forma de expansión territorial, los coroneles montados en el latifundio y sus ejércitos particulares de guardaespaldas, los “grileiros” o falsificadores de documentos de propiedad precursores del latifundio, las milicias y los comandos armados en las periferias y favelas de las grandes ciudades. Con toda esta carga machista y racista, además de fuertemente armada y asentada en los privilegios de los “dueños del ganado y la gente”, no es de extrañarse que llegáramos tan tardíamente a los primeros ensayos de reconocimiento de la ciudadanía y a comenzar a edificar las leyes y las instituciones democráticas.
Nuestra mejor constitución cumpliría apenas 30 años en 2018. Ella contenía un embrión de democracia social, señalando un rumbo de combate a las enormes injusticias y desigualdades. Aun así, los “dueños” de siempre volvieron a mostrar su verdadera truculencia de clase con un nuevo golpe a la democracia, a través del artificio del impeachment. Su ataque central son las conquistas democráticas de la ciudadanía brasileña. Ahora, con el “toma de allá y da acá” de la política subyugada a intereses privados, están desmontando los derechos constitucionales que, al menos, apuntaban a una intencionalidad de construir un Brasil más ciudadano y justo. La violencia en las relaciones sociales, estructuras y procesos – para volver a mi punto de partida – continuó presente entre nosotros, pero contenida de algún modo y, sobre todo, se había convertido una cuestión a enfrentar políticamente. Ahora, la violencia se vuelve a expandir casi de forma incontenida, con brutalidad, mortalidad e intensidad alarmantes.
Claro, la violencia siempre imperó en áreas de favelas y periferias, como en los conflictos con indígenas y sin tierra. En los presidios, también. Pero ahora, la escalada de la violencia está volviéndose regla de lo cotidiano en todas partes. Parece hasta que el desmonte de derechos del gobierno golpista está siendo una señal de “liberalización general”. Para los que se sentían atacados por la democracia en sus privilegios de dominio territorial y sectorial, el recurso a la violencia armada, en la certeza de la impunidad, volvió con fuerza total. La práctica “coercitiva” del juez Moro muestra que la democracia puede ser violentada. Estamos en marcha forzada para la práctica de la coerción de quien tiene el poder. ¿Hasta dónde y hasta cuándo?
No tengo datos y análisis consolidados sobre la violencia. Estoy escribiendo a partir de la percepción que estamos en una fase de significativas rupturas en el tejido social y en los imaginarios. Los valores de solidaridad y convivencia social están siendo corroídos por el endémico cáncer de la violencia de una sociedad extremamente desigual. El aumento de rebeliones, masacres y tiroteos, en diferentes situaciones es la señal más clara de que entramos en una democracia sin sustancia, rondando el fascismo. Todo es atribuido a la crisis fiscal que limita los recursos para la seguridad. El gobierno Temer está creando un clima favorable a la barbarie entre nosotros.
Con una orientación política de priorizar los intereses privados y el libre mercado de los inversionistas, antes y encima de los derechos iguales de la ciudadanía, el gobierno dio una señal para que fuerzas ocultas dieran la cara. Fantasmas salieron del baúl y están llevando a gente real a pregonar valores autoritarios, racistas, machistas, homofóbicos, con defensa inclusive de hacer justicia con las propias manos. Lo que alarma es el clima de intolerancia con los otros, los pobres y excluidos, el clima de desprecio por la política, los derechos y la democracia. ¿A dónde vamos a parar?
Rupturas y destrucciones políticas solo se combaten con reconstrucción democrática. El problema son las pérdidas. Pérdidas de vida, pérdidas de principios y valores y pérdidas de derechos. La ruptura y la destrucción que las acompañan son un acto, la reconstrucción un proceso. Sobre esto he pensado mucho por ahí, en las silenciosas trincheras de la ciudadanía. ¿Qué necesitamos hacer más y mejor de lo que estamos haciendo? Veo que la resistencia al desmonte practicado por el gobierno comienza a entrar en sintonía con aquel sentimiento difuso de malestar en el seno de la sociedad. Pero ¿cómo transformar esto en un movimiento irresistible en un contexto tan desgarrado y políticamente como el que vivimos? Parece que una agenda fundamental sea la reforma de la política, o mejor, el rescate de la política como bien público fundamental para enfrentar los grandes problemas y desafíos que tenemos frente. Esto pasa por un profundo cambio en el modo de hacer política democrática (partidos, elecciones, democracia directa y democracia representativa, etc.), en la remodelación de las instituciones estatales, sin olvidar la necesidad de transformación democrática del antidemocrático poder judicial, y la desprivatización del soft power de los medios y del debate público. El problema es cómo hacer esto sin una constituyente soberana. ¿Dónde está el movimiento irresistible para eso? Pues bien, todo tiene un comienzo…
Cândido Grzybowski: Sociólogo, del Ibase
8 de mayo de 2017
Traducción Andrés Santana Bonilla