Un punto álgido se produjo cuando a raíz de la muerte de Javier Ordóñez, un estudiante de derecho, asesinado a golpes en un Comando de Atención Inmediata de la Policía (CAI), una manifestación de la ciudadanía que se volcó a las calles para protestar contra las fuerzas de seguridad degeneró en asonada y se saldó con la muerte de catorce civiles y decenas de heridos por armas de fuego a manos de la policía de Bogotá y Soacha.
El caos que se desató en la capital y que recordó el aciago 9 de abril de 1948 y la subsiguiente respuesta de las autoridades evidenció una vez más la brecha existente entre la ciudadanía y las autoridades del país. El presidente de la República, en vez de solidarizarse con los jóvenes vilmente asesinados, se puso atuendos de la policía y visitó los CAI en un gesto desafiante, mientras el Ministro de Defensa asignaba toda la responsabilidad a grupos guerrilleros, reviviendo el conflicto armado y las autoridades de policía declaraban que no necesitaban autorización de nadie para usar las armas, desconociendo la jerarquía de mando.
Solamente dos días después de los hechos, presionados por la opinión pública, el Ministro de la Defensa y las autoridades policiales pidieron perdón por lo acaecido. Ante la existencia de fallas inocultables de la institución, descartada quedó la teoría de las manzanas podridas y volvió a ponerse sobre la mesa el tema de la reforma estructural de la policía.
El país ha sido testigo desde hace años de abusos por parte de la policía contra personas desarmadas que protestan o desconocen ciertas normas de conducta cuando su misión es preservar la seguridad y la convivencia ciudadana. Cuerpo civil armado, la policía goza de fuero militar y al asumir muchas de las tareas del ejército nacional comparte la doctrina militar la cual, tal como lo expuso el Director del Centro de Doctrina del Ejército Nacional, tiene entra sus principios luchar contra la “insurgencia”. De allí a estigmatizar toda protesta social y a considerarla como acto insurgente no hay sino un paso.
La desconfianza de la población hacia sus gobernantes y las fuerzas de seguridad se incrementa ante la arrogancia de la dirigencia política que impregna todos sus actos. Sorda a las peticiones de los más vulnerables, controvierte las decisiones judiciales y se abstiene de rendir cuentas a la sociedad.
Ahora, tras sesenta masacres ocurridas en lo que va de 2020 y las marchas que han adoptado el lema “nos están matando”, la Corte Suprema de Justicia ha ordenado la suspensión del uso de escopetas calibre 12 del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) e instado al Gobierno a no estigmatizar la protesta social “tras evidenciar una problemática nacional de intervención sistemática, violenta y arbitraria y desproporcionada de la fuerza pública en las manifestaciones ciudadanas”. Así mismo, ordena a todos los funcionarios del Ejecutivo “mantener la neutralidad cuando se produzcan manifestaciones no violentas, incluso si las mismas se dirigen a cuestionar las políticas del Gobierno Nacional”. Este fallo es a cotejar con un reciente informe de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) el cual reveló que durante las movilizaciones sociales de 2019 y principios de 2020, la Presidencia de la República invirtió 250.000 dólares en campañas publicitarias que tenían como objetivo desincentivar esas protestas.
El fallo de la Corte es claro. ¿Será acatado por el Gobierno? La tesis a la que este se aferra sostiene que las protestas son coordinadas por disidencias de la extinta guerrilla de las Farc e infiltrados del ELN. El tiempo lo dirá. Lo cierto es que vienen protestas que contarán con el respaldo de varios sectores que desconfían de las instituciones y sus representantes.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Semana.com
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