La coalición rota y el sismo en los partidos
La reforma ya había reventado la coalición; ahora introduce un sismo al interior de los partidos; al menos de algunos de ellos; sobre todo, de los que pertenecían a la coalición. Justamente, porque han salido de ella o están a punto de hacerlo, se ven sacudidos por las tensiones que surgen entre los parlamentarios que querían quedarse y los que tomaban distancia del gobierno por no estar enteramente de acuerdo con las reformas.
La gobernabilidad en dificultades
Coalición ya no hay. Su existencia era el fenómeno que definía el juego político bajo el gobierno de un presidente, como Gustavo Petro, ajeno a los rangos propios de las colectividades tradicionales. Patentaba las posibilidades de la concertación, invocada por el presidente y, además, garantizaba una gobernabilidad, tanto más necesaria, cuanto que se trataba de adelantar una agenda legislativa en una coyuntura marcada por el cambio.
La gobernabilidad pasa por el aro de un gobierno que consiga las mayorías parlamentarias, para la aprobación de las leyes, en las que el Presidente quiere ver plasmada su idea del cambio.
¿Y las mayorías?
Por causa de la fragmentación que experimenta el sistema de partidos, la gobernabilidad exige la formación de una coalición; no es posible gobernar con fluidez, sin ella; no existe otra forma de sumar mayorías.
El problema radica, sin embargo, en que la propia fragmentación obliga a la heterogeneidad y a la complejidad en la construcción de esa coalición mayoritaria, por lo que no es fácil su estabilidad; y no lo es por la competencia de intereses, por las ambiciones y rivalidades, y además por las distancias ideológicas.
Aprobación inicial de la reforma
En cualquier caso, la coalición de gobierno se rompió muy pronto, por las desavenencias que suscitó el proyecto de ley de la salud, particularmente con ocasión de las objeciones que han expuesto los jefes de los partidos tradicionales; el liberal, el conservador y el de la U. Lo cual acabó con la coalición, pero no con la voluntad del gobierno para insistir en su reforma, mientras se prepara para impulsar los otros proyectos en el Congreso.
Ante esta perseverancia, la Comisión Séptima de la Cámara de Representantes terminó por aprobar en una primera vuelta la ley de reforma a la salud. Lo hizo con una sorprendente rapidez, después de tres meses de discusiones sin una solución que le diera salida a las discrepancias sobre el contenido y la orientación de este proyecto.
El Presidente cambió a la ministra del ramo, pero no al proyecto; con lo que este fluyó en la Comisión parlamentaria encargada del primer debate, a pesar de los serios reparos de los partidos aliados, los mismos que finalmente votaron positivamente la reforma que criticaban.
Lo cual quiere decir que los parlamentarios no se mantuvieron en la línea trazada por sus jefes. Al contrario, tomaron decisiones en la misma dirección del gobierno, sin tener en cuenta los pronunciamientos de las directivas partidistas, que siempre reiteraron la afirmación en el sentido de que si el gobierno no incorporaba sus iniciativas en el proyecto, lo votarían en forma negativa.
Efectivamente, la coalición mayoritaria se había roto. Pero simultáneamente se quebró para siempre la disciplina interna de los partidos tradicionales. Y se quebró de una manera muy originalmente colombiana; de un modo como si no se hubiera roto en efecto; como si todo se mantuviera en el orden consuetudinario de los rituales de la unidad y la disciplina; sin rebeliones; incluso, en medio de los gestos de la más acendrara fidelidad a los caudillos y a los patrones de las familias políticas.
Las distopías de la disciplina partidista
Los tres partidos tradicionales se tomaron el trabajo de celebrar reuniones previas en las que se daba por supuesto que sus miembros se mantendrían fieles en la línea de sus directivas. Dos de ellos -el Conservador y el de La U- dejaron de pertenecer al gobierno y se declararon independientes; y el tercero, realizó una reunión simbólicamente muy familiar, por el lugar escogido, la casa del ex – presidente Gaviria, su jefe; ambiente en el cual de los 46 parlamentarios liberales, 44 le ofrecieron su lealtad al director del viejo partido.
Todos lo hicieron en un ceremonial de confirmación, solo para ir inmediatamente después a desdecirse de las orientaciones paternas; esto es, de las órdenes del jefe. Lo hicieron así, al menos, los parlamentarios que hacen parte de la Comisión Séptima.
Nadie negará que se trata de una fórmula ambivalente, contradictoria y distópica de trastocar disciplina en indisciplina partidista; de poner en práctica el muy colonial “se obedece pero no se cumple”.
Con lo cual, se conjuran sin duda los peligros de la irracionalidad del orden político en Ecuador o Perú; pero se incorpora en todo caso una condición extremadamente gaseosa de la personalidad política colectiva y de las identidades partidistas.
En consecuencia, en el terreno fangoso e indiferenciado entre disciplina e indisciplina, entre identidad y despersonalización, se moverá la suerte del cambio en el Congreso.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Confidencial Colombia
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