En cuanto a lo primero, en la actualidad el artículo 86 de la Constitución establece que la tutela procede en todo momento. El legislador extraordinario de 1991 estableció un término de caducidad para interponer la tutela, medida que fue declarada inconstitucional por la Corte Constitucional mediante sentencia C-543 de 1992. En esta oportunidad el Gobierno insiste en la idea, con el siguiente argumento:
“se propone eliminar la expresión en todo momento, para permitir al legislador estatutario establecer un término de caducidad para la tutela y de esta forma preservar la seguridad jurídica”.
La seguridad jurídica, que es el gran argumento que ha ofrecido el gobierno para las modificaciones propuestas a la administración de justicia, es de la mayor relevancia. Pero ella no es un comodín que puede sustentar, sin argumento alguno, la propuesta de modificación de la Constitución. Dado que el Gobierno no ofrece razones que expliquen por qué la ausencia de un término de caducidad afecta la seguridad jurídica, no queda más que asumir que para el Gobierno impera la tesis de que si no hay ley, no hay seguridad jurídica. Nada más lejos de ser así. De hecho, la ley puede ser factor de inseguridad jurídica, pero eso no se discutirá acá.
La jurisprudencia de la Corte Constitucional ha desarrollado una densa jurisprudencia en la que ha fijado criterios que suplen la falta de un término de caducidad para iniciar las tutelas. Dichos criterios están regulados por el principio de inmediatez de la tutela y el concepto de plazo razonable.
En términos generales, la Corte ha señalado que toda acción de tutela debe presentarse dentro de un plazo razonable (concepto que, cabe señalar, ha sido acuñado por los tribunales de derechos humanos, tanto el Interamericano como el europeo). ¿En qué consiste el plazo razonable? Consiste en que las circunstancias del caso y de las partes definen en qué término es razonable que ocurra una actuación. Esto, en el plano de la tutela, significa que los afectados por una actuación estatales o de un particular no tienen toda la vida para iniciar una tutela, sino que deben actuar prontamente, pues sus derechos están vulnerados. También ha fijado algunos criterios que permiten modular el plazo.
Así, ha señalado que el plazo se relaja por las circunstancias personales de los afectados, por ejemplo, su debilidad manifiesta (casos de interdicción, minoría de edad, abandono, o incapacidad física), razones que justifican la inactividad (fuerza mayor, incapacidad para iniciar la acción) o la permanencia en el tiempo de la amenaza o vulneración.
El punto es que, antes que considerar un término específico, se ha fijado una jurisprudencia que parte de las circunstancias de cada caso, para definir un plazo razonable. ¿Significa esto ausencia de seguridad jurídica? Todo lo contrario. La idea de seguridad jurídica que propone el gobierno, de claro corte decimonónico y privativista, sujeta la seguridad jurídica a las acciones judiciales. Parten del principio de “sin acción no hay derecho”. Así, se torna importante limitar las acciones, para que se definan los derechos. Diversos autores, partidarios de un concepto duro de seguridad jurídica y que reclaman una mayor regulación legal del derecho, han señalado que la idea de sin acción no hay derecho es errada. Lo que han mostrado es que la falta de acción implica infracción de los derechos, en particular, el de la garantía de medios idóneos de protección.
En esta línea, el constitucionalismo contemporáneo ha señalado que la mayor seguridad jurídica está en la garantía de un acceso a mecanismos de protección de los derechos y la certeza de que, por encima de todo, los derechos fundamentales estarán protegidos. Esa es la seguridad jurídica que se busca.
Esto qué significa frente a la tutela y la oportunidad de su presentación. Pues bien, que no es razonable, en atención a la garantía de los derechos, que se pretendan imponer términos fijos (como la caducidad) para el ejercicio de la tutela. Las circunstancias hacen que muchas veces dichos plazos se definan como irrazonables y, en últimas, terminan por privilegiar a quienes, ostentado posiciones de poder, logran dilatar la posibilidad real de interponer la tutela.
No nos olvidemos que la tutela es un mecanismo de control del ejercicio abusivo del poder, por lo que su diseño procesal ha de partir de la situación de debilidad (que no siempre es el caso) de la persona amenazada en sus derechos. Así, si el gobierno pretende poner coto a la interposición de tutelas por fuera de plazos razonables, podría haber propuesto que la tutela puede interponerse dentro de un plazo razonable.
La cuarta modificación propuesta consiste en introducir un párrafo en el que se señala que por ley estatutaria se reglamentará el procedimiento de tutela contra providencias judiciales. Igual que ha ocurrido con las otras modificaciones, la miseria justificatoria es evidente. El Gobierno se limita a señalar que se “propone introducir un parágrafo que habilite al legislador para reglamentar la tutela contra providencias judiciales de manera diferenciada”, para luego señalar qué se podría hacer. Es decir, no justifica el porqué de la propuesta.
Pero más, desconoce por completo a la propia Constitución. De acuerdo con el artículo 154 de la Constitución, la acción de tutela se reglamenta mediante ley estatutaria. Es decir, la propuesta sobra. También, desconoce que, por vía reglamentaria del procedimiento de tutela, se han modificado las competencias de los jueces de tutela en casos de tutela contra providencias judiciales. Finalmente, desconoce que la Corte Constitucional ha fijado claros criterios para la procedibilidad de la tutela contra providencias judiciales. Criterios que, no ha de olvidarse, han conducido a que en la mayoría de los casos se desechen las pretensiones de protección.
Ahora, la reforma es contradictoria con el proyecto general. Esto por que se ha propuesto (y será objeto de consideración en otro artículo), que los jueces estén sujetos a las sentencias de unificación de las altas cortes (aunque, como ocurrió en las épocas de Caro y Nuñez, difiere a la ley su regulación). Como se ha mostrado, por vía de precedente la Corte Constitucional ha fijado criterios claros y precisos de procedibilidad de la tutela contra providencias judiciales. Criterios que, cabe señalar, no son laxos. Entonces ¿para qué referir al legislador estatutario?
De una parte, está la idea de que la seguridad jurídica sólo se da cuando hay ley, lo que en la práctica significa mandar al traste con la obligación de seguir el precedente judicial o la doctrina probable. Esto no es nuevo, pues ya en los finales del siglo XIX la eliminación de la supremacía constitucional fue seguida de un debilitamiento del precedente y la doctrina probable.
El resultado fue, sumado a otras razones (entre ellas, las erradas lecturas de Kelsen), la transformación del principio de independencia judicial. Este pasó de entenderse como garantía institucional de que las decisiones judiciales no fuese definidas o influidas por los otros poderes, a la autarquía judicial. Así, se llegó a que resulta imposible cuestionar la interpretación que hacen los jueces, al punto de que, como lo puede atestiguar cualquier litigante, en Colombia hay tantos códigos de procedimiento como juzgados existen. La seguridad jurídica, que tanto se busca, quedó en el tenor de la ley, pero abrió la puerta para que intereses (o, como muchos jueces prefieren, perspectivas) políticos, económicos, sociales o personales, fuesen la norma a la hora de decidir. En suma, la igualdad formal (base para una sociedad liberal), no existe. Esto, cabe señalar, no resulta extraño en una sociedad estamental, como la que sigue imperando en el pensamiento de muchos “ilustres” padres de la patria, patriarcas y oligarcas.
Por otra, abrir la puerta para limitar el alcance de la protección judicial. Estas limitaciones pueden ser variadas. Podemos imaginarnos miles de cosas. Baste considerar las dificultades para que algunas salas de casación introduzcan la perspectiva constitucional en la interpretación jurídica y el permanente conflicto, como ha ocurrido en la indexación de las mesadas pensionales, entre la Corte Suprema de Justicia-Sala de Casación Laboral y la Corte Constitucional.
La pista la encontramos, de nuevo, en el argumento sobre la seguridad jurídica. Entendida en términos decimonónicos, lleva a que es el legislador quien debe definir el alcance de la Constitución. Así, si el legislador ha regulado cierta materia, no puede el juez, so pretexto de razones constitucionales, inaplicar la norma legal o modificar su alcance, así sea que se garanticen derechos fundamentales.
Por vía de regulación de las condiciones de procedibilidad de la tutela contra providencias judiciales, seguramente una de las limitaciones que muchos buscarían es evitar que la cuestión de la interpretación conforme a la Constitución pueda ser debatida en sede de tutela, y, de esta manera, enfrentar el demonio llamado “constitucionalización del derecho”, en particular del derecho privado. La cuestión es sensible en temas en que se han logrado cambios significativos. Por ejemplo, la protección a la mujer embarazada en la relación laboral, donde el avance, más que legal, ha sido por vía jurisprudencial.
Así, se observa que los “pequeños” cambios que se proponen para la tutela, basados en manguadas (por decir que existen) razones, encubren la pretensión de retornar a épocas “mejores”, como aquellas del reino Caro y quienes lo acompañaron… en sus luchas iniciales contra el Olimpo Radical. En definitiva, desconocer la historia es condenarse a repetirla.
Henrik López Sterup, Profesor de la Universidad de los Andes. Las opiniones expresadas en este artículo no necesariamente reflejan la posición de la Universidad de los Andes.
Foto tomada de: RCN Radio
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