La expansión de las rutas del narcotráfico, cuya metástasis en la región continúa pese a las incontables y fallidas sesiones de quimioterapia de la política antidrogas de los EE. UU. ha contagiado al país suramericano, con todas las implicaciones que se derivan y que encuentran un factor multiplicador, entre otros, en la corrupción y en los impactos producidos por las políticas económicas y sociales que han orientado al país en los últimos años.
Ecuador es hoy presa de una especie de gobernanza criminal, reflejo de una situación en donde los grupos delincuenciales han resultado más eficientes que los propios gobiernos a la hora de organizar sus redes comerciales y poner a su disposición el tejido institucional. La manera como han logrado adelgazar, hasta llevar a su mínima expresión, el talante ético y moral de funcionarios civiles y militares, así como de integrantes de las dirigencias políticas, se percibe en un Estado que no cuenta con los mínimos de confianza y legitimidad frente una ciudadanía que lo ve socavado en su soberanía y le exige respuestas que garanticen su seguridad y la realización de sus derechos.
¿Cómo se llegó a una situación en la que, después de haber sido uno de los países más vivibles y tranquilos, sea hoy uno de los que generan mayor preocupación en América Latina?
En el reverso que se dio a los cambios llevados a cabo durante los gobiernos de Rafael Correa y su llamada revolución ciudadana, 2007-2017, se encuentran en gran parte las razones. Ecuador ya había vivido tensas situaciones de crisis durante el final de la década de los 90 y el primer lustro del nuevo siglo. En 1997 se produjo la destitución del presidente Abdalá Bucaram por parte del Congreso. En el año 2000 las fuerzas armadas derrocaron a Jamil Mahuad, en cuyo gobierno se presentó una de las peores crisis económicas que haya vivido el país y que, entre otras, llevó a la quiebra de muchas entidades financieras y a la adopción del dólar estadounidense como moneda oficial. En 2005 un golpe de Estado derrocó al presidente Lucio Gutierrez, quien había sido elegido en 2002 y fue también protagonista del golpe de Estado que en el año 2000 derrocó al presidente Jamil Mahuad.
De manera que Ecuador cerró el siglo pasado y comenzó el nuevo siendo un país profundamente frágil, amenazado por la falta de liderazgo y por tener en curso un modelo de desarrollo cuyos resultados iban en contravía de los sectores sociales más vulnerables y con menor presencia en sus estructuras de poder y representación. Inestabilidad institucional (siete presidentes en solo diez años, de 1996 a 2006), pobres gestiones de gobierno, medidas económicas que lesionaban los intereses nacionales, además de la forma autoritaria con que los diferentes gobiernos respondían a las manifestaciones de inconformidad social, estaban en la base de un país que para entonces parecía inviable.
En medio de esa crisis se produce la elección de Rafael Correa, quien asume la presidencia en enero de 2007. Correa llega a dar un giro a las políticas neoliberales que dominaron en los 90 en Ecuador y en prácticamente todos los países de América Latina, bajo la égida del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Contrario a sus predecesores, asigna al Estado un rol de interventor y con mayor protagonismo en la orientación y dirección de la economía; promueve la inversión en infraestructura y el impulso de sectores estratégicos y dispone de recursos para el establecimiento de políticas sociales y garantizar a la ciudadanía el acceso a sus derechos.
En asuntos de seguridad, acude a la modernización del sistema de justicia y al diálogo e incorporación de jóvenes de pandillas a proyectos sociales y culturales, en busca de su rehabilitación e inclusión en las nuevas dinámicas de desarrollo y participación ciudadana. Son acciones inscritas en un concepto de seguridad humana y alejadas de las propuestas que hoy dominan al tenor de la militarización y los continuos estados de excepción. Valga el oxímoron.
Los impactos fueron notorios: según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el país creció en promedio 3.9 %, entre 2007 y 2015, mientras que la región lo hizo un 2.9 %. La tasa de pobreza se redujo de 36.7 % en 2007 al 22.5 % en 2014. La pobreza urbana y la pobreza extrema urbana descendieron cerca de nueve y tres puntos, respectivamente, entre 2008 y 2016. La mortalidad infantil pasó de 24.4 por 1000 en 2005 a 18.3 en 2015. Gracias a la puesta en curso de políticas redistributivas, entre 2007 y 2015 el coeficiente de Gini pasó del 0.55 al 0.47, lo que indica una importante reducción de la desigualdad. En general, y pese a que el país siguió con una elevada dependencia de la economía extractiva, logró en parte cambiar la matriz productiva nacional, con la incorporación de nuevos sectores productivos a las dinámicas de desarrollo.
Regreso a los noventa.
Ungido con los votos y los resultados de Rafael Correa, en 2017 llega a la presidencia Lenin Moreno, quien, una vez puesto en la silla presidencial, le voltea la espalda y hace que el país retorne a las fallidas políticas de los años 90. Por el mismo camino siguió Guillermo Lasso, quien sucede a Moreno en 2021 y que, sin terminar su periodo de gobierno, se vio obligado a dimitir en 2023.
Los nuevos gobiernos retoman las políticas de reducción del gasto público, con las que se castiga especialmente a las políticas sociales. Se promueve la privatización, la liberalización comercial y la flexibilización laboral que deteriora los sistemas de contratación y la calidad del empleo. Asimismo, se vuelve al recorte de impuestos a los grandes capitales, lo que no solo afecta la disponibilidad de recursos del Estado, sino que significa un retroceso frente la idea de avanzar hacia mayores condiciones progresividad en los sistemas de tributación.
Las llamadas políticas de austeridad llevaron a la supresión de ministerios o a algunas de sus dependencias, lo que redujo significativamente la capacidad de funcionamiento del Estado y cuyos efectos se están pagando hoy con creces. Se destaca, por ejemplo, la eliminación del Ministerio de Justicia en 2018, creado durante el Gobierno de Correa, que tenía a su cargo el manejo del sistema penitenciario, hoy en manos de la delincuencia organizada. Lo que se hizo fue relajar los sistemas de control e inteligencia y, aunado a la corrupción, reducir la capacidad del Estado para garantizar la seguridad ciudadana, flagelo que hoy más resienten los ciudadanos ecuatorianos y que de paso logra eclipsar los verdaderos problemas que están en la base de la situación de violencia que vive el país.
La anterior es una situación que se presenta en el marco de un serio deterioro de los indicadores económicos y sociales. A diciembre de 2023, por nivel de ingresos, el 26 % de los ecuatorianos estaba en situación de pobreza y el 9.8 % en pobreza extrema, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). La situación es más grave en las zonas rurales, donde, también por ingresos, para la misma fecha, el 42.2 % de su población vivía en la pobreza y el 23.7 % en pobreza extrema. En uno y otro caso las cifras son superiores a las registradas en 2022. Cerca de cinco millones de personas en Ecuador viven con menos de tres dólares al día, en una situación donde, a enero de 2024, el 54.6 % de los trabajadores se ocupa en la economía informal.
De manera simultánea, el índice de criminalidad ha crecido inusitadamente. Se pasó de una tasa de 5.84 a 47 homicidios por cien mil habitantes entre 2018 y 2023. Mientras que en 2018 se presentaron 994 homicidios, en 2023 fueron 8008, un promedio de 21 muertes diarias a manos de bandas criminales de distintas nacionalidades, en especial colombianas y mexicanas, que se disputan el comercio de drogas y el control de delitos como la extorsión, la vacuna, el boleteo y el secuestro, dirigidos, como ya se ha dicho, desde los propios centros carcelarios y que han convertido a los jóvenes sin oportunidades en carne de cañón de quienes son los verdaderos protagonistas en la sombra.
No hay duda de que el enorme conjunto de problemas que vive hoy Ecuador se ha gestado en medio del deterioro moral y el derrumbe de valores. El enorme peso de la delincuencia, que ejerce soberanía en gran parte del territorio y controla las rentas ilegales, con los delitos a ello asociados, configuran una especie de economía política del crimen, en tanto lo que se aprecia es un Estado de derecho prácticamente ausente y una dirigencia sustituida en sus funciones, quebrada en su legitimidad y muy lejos de poder reclamar su hegemonía.
Medidas de excepción o soluciones
Las medidas de excepción y la militarización, tan frecuentes como ineficientes, se han convertido en el punto nodal de la nueva política de seguridad. Estas en lo único que son efectivas es en que llevan a un retroceso de los valores y la institucionalidad democrática, reducen los cánones de civilidad e inducen a los ciudadanos a respaldar salidas autoritarias. Solo reafirman los soportes de un establecimiento al que lo que menos le interesa son sus posibilidades de vida y que aspira a seguir viviendo a costa de la negación de los derechos y libertades.
En ese plano cruzado y complejo de factores lo que se necesita, en primer lugar, es corregir las enormes inequidades y resolver los problemas de exclusión y de pobreza que sirven de alimento al crecimiento de los fenómenos delincuenciales. Esto no es posible si no se replantean políticas sobre las que ya existen evidencias de sus recurrentes fracasos, pero frente a los que las inercias y el hálito conservador de las dirigencias inhibe la posibilidad de los cambios.
Se precisa también de un Estado capaz de proveer el bienestar social, aumentar la provisión de bienes y servicios públicos y cuya operación esté en cabeza de funcionarios orientados por la transparencia y por claros principios éticos.
En el plano internacional es imperativo que se reconozca el fracaso de la política prohibicionista frente a las drogas liderada por los EE. UU. Como ya se anotó, es un factor que hace parte de la sintomatología y las manifestaciones de la crisis, sobre todo por lo que refiere a la reconfiguración del mapa del narcotráfico. En ese sentido, un diálogo franco y abierto con los países latinoamericanos, que sin ser los principales consumidores son los que siguen poniendo la mayoría de las víctimas, está a la orden del día. Hay que aceptar que, aun sin proponérselo, la transnacionalización del crimen puede ser también el producto de una transnacionalización de las políticas.
Un Estado que se reconozca por su sensatez, políticas que apunten al bienestar y a la seguridad humana, y acuerdos internacionales frente al crimen organizado que prioricen los intereses y necesidades reales de los ciudadanos latinoamericanos, es lo que se pide para Ecuador; una nación que cuenta con todas las posibilidades de superar su crisis, al igual que Colombia y otros países de la región que padecen las mismas angustias.
Orlando Ortiz Medina, Economista-Magister en estudios políticos
Foto tomada de: CNN en español
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