Atreverse a seleccionar lecturas, formular reflexiones y develar formas, mecanismos y algunas técnicas de cómo opera la simulación y el mamagallismo en la vida social, y particularmente en el escenario de “lo público”, no fue tarea fácil. Antes que encontrar aplausos y apoyos al proyecto encontré silencios, evasivas y temores. Era como si con este esfuerzo intelectual se estuviera poniendo al descubierto la trama (“el velo uniforme y pérfido”) sobre la cual se encubren las utilidades resultantes de las relaciones interpersonales carentes de sinceridad y transparencia.
Al margen de tales escollos la tarea resultaba estimulante en lo personal pues permitía comprender que existe una frontera que marca la escisión existente en el hombre entre el ser y el parecer y esa frontera en su forma más sutil es la cortesía- entendida como “‘ética del comportamiento, como código de vida social, como ceremonial de lo no esencial”- y en su expresión más extrema es la hipocresía.
Entre la Cortesía y la Hipocresía existe un término medio: la simulación. Tiene de cortés la suavidad y de hipócrita la ausencia de verdad. No es una virtud, es una degradación del alma. Su escenario por excelencia para manifestarse es en el tejido de las relaciones sociales que tienen como punto de magnetismo la lucha por el poder. Por ello circulan en este trabajo lecturas, relatos y ficciones (La carta del candidato electo al candidato perdedor) con un anclaje en la realidad que apuntan a provocar en el lector reflexiones abiertas sobre este ángulo del acaecer humano.
No se propone en el fondo un ideal de comunión y transparencia de las almas, donde todo el mundo ose mostrarse tal como es, como contrapartida al imperio del espectáculo de las apariencias que aquí se intenta describir en variedad de escenas. Se propone si, -y esta es una opción militante- combatir la corrupción creciente en las relaciones interpersonales, en donde se eleva la Astucia a la categoría de virtud.
Provocar en los lectores una reflexión, un estado de aprendizaje crítico y un clima de alerta moral es ya un logro.
El Autor.
EL ABRAZO ELECTRIZANTE
“Quienes amablemente prodigan frívolos abrazos
de sus atentos labios fluyen frívolas palabras,
quienes con todos rivalizan en cortesías
y con el mismo gesto tratan al hombre recto y al fatuo”.
Alceste.
Doña María había llegado a la sede del candidato muy temprano. Serían las ocho de la mañana. Su cuerpo famélico envuelto en un traje negro desteñido por el tiempo le daba un aire de pobreza eterna. Apenas si podía sostenerse en sus frágiles piernas. El macilento color de su piel se diluía en un alfabeto de arrugas inocultables. Sin embargo, con una entereza teñida por la esperanza, soportaba el flujo de gentes que golpeaban sin piedad su piel, mientras esperaba ansiosa, como otros, la presencia del candidato. En sus manos apretaba, con lo que le quedaba de fuerzas en la vida, un envoltorio de papeles: los recibos de pago del agua y la luz aún sin cancelar.
Pronto su rancho, ubicado en una de las zonas más deprimidas de la ciudad, no solo estaría visitado, como de costumbre por el hambre, sino por la oscuridad y la sed. Su maltrecho hogar sería presa de la gran soledad y la tristeza.
Con el correr de las horas de espera, la fuerza de sus manos le daba paso a un leve temblor. Su mirada, por encima de hombros y cuerpos jadeantes de ansiedad, seguía cada vez más fijándose sin alternativas, en la puerta que daba acceso a la oficina donde el candidato atendía. De repente, en medio de aquella pequeña marejada humana apareció el candidato. Superando el cerco de brazos tensos, manos mendicantes y voces suplicantes, el candidato reconoció la pobre mujer.
! Doña, María, ¡qué alegría verla!, le dijo desde una fachada de sonrisas el candidato.
Doña María palideció y tembló aún más. Sus débiles nervios azotados por la crueldad de la miseria vibraron nuevamente ante la emoción de la vida. Sintió que su alma de tristeza y su cuerpo de ausencias aún le producía alegrías a alguien. Era importante para otro, se dijo así misma. Por un momento el castigo implacable de percibirse olvidada cesaba para dar paso a un instante de presencias. Aún con la excitación de aquel saludo retumbando en sus oídos, sacó fuerzas desde el fondo de su martirizado ser para modular una expresión y levantar las manos adornadas con los recibos de pago, pero su intención naufragó en medio de un repentino abrazo que le envolvió el pecho y las espaldas. Todo su cuerpo se electrizó. Vibraba sin hablar. Sentía sin pensar.
Hacía años, muchísimos soles y lunas, que no sentía en su débil cuerpo la mano de un hombre. La caricia, el roce de pieles, el coro de los cuerpos le resultaba ajeno, ausente, distante en el tiempo. Ni siquiera podía encontrar en la memoria un residuo de ternura con el cual transitar por los duros caminos de la pobreza. Y ahora, bajo las extrañas cadenas de los brazos de un hombre, de un candidato con toda la posibilidad de lograr ser expresión de poder, su torso soportaba morbosamente aquella momentánea asfixia.
El candidato deslizó sus manos hasta los hombros, la miró fijamente a los ojos como nadie la había mirado en años, y sin interrumpir el contacto díjole a quienes le rodeaban:
“Ven, esta viejita: es lo más lindo del mundo”
Doña María se sintió desfallecer. Sus manos se abrieron. Ya no apretaba con fuerza. Todo su cuerpo era relajación. Sus recibos se convirtieron en serpentinas de colores en medio de las piernas y pies danzantes de angustia y desespero de los hombres y mujeres suplicantes que formaban aquel cortejo circular en torno al candidato,
“ ! Espero contar con su ayuda en las próximas elecciones, Doña María. A Usted no la olvido” !, le dijo el hombre del abrazo mientras su cuerpo de promesas se diluía en otras voces y otros sentires.
Cuando Doña María quiso recoger del suelo los recibos de su inmediata angustia para lograr satisfacer su puntual esperanza, aún con la columna magnetizada por el hechizo del abrazo y la voz acariciante, al levantar su mirada solo pudo ver los pies del candidato marchándose en medio de otro ritual de roces de piel y voces de azúcar. Doña María, se diluyó en el tiempo con su esperanza a cuesta.
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Jorge E. Núñez H.
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