Es de creerle al FMI, no hay signos para pensar que la situación económica mundial va a mejorar. El modelo monetarista hace agua por todos sus indicadores, sin embargo, las autoridades mundiales, los dueños del planeta, no encuentran que el modelo sea el causante, sino que se empeñan en ponerle parches para recuperarlo. Así pasa con la Reserva Federal de Estados Unidos que, pretendiendo controlar la inflación, sube periódicamente las tasas de interés, para desestimular el gasto, con lo cual frena las actividades productivas. Los remedios están dirigidos a mantener el modelo, porque no se considera que el modelo sea el problema: Mantener el neoliberalismo es un dogma más fuerte que el misterio del Espíritu Santo.
También se recurre a señalar contingencias como causantes de la debacle, ahora es la guerra en Ucrania. Falta por decir que tal guerra puede ser otro síntoma del resquebrajamiento del modelo, que termina poniendo el equilibrio político mundial en los intereses de las corporaciones multinacionales, destrozando el multilateralismo, y volviendo eunucos a los organismos multilaterales. Además, el efecto de la guerra se hace más devastador por la crisis del sistema, que ya había exacerbado el hambre, el desempleo…
La predicación apocalíptica del FMI, y demás agentes económicos con capacidad de decisión, se puede leer como el reconocimiento del fracaso del modelo, pero con el mensaje velado de que es necesario mantenerlo. Los mayores amplificadores de esa postura están en Colombia, los promotores del modelo que desindustrializaron la economía, mandaron a casi la mitad de la población a aguantar hambre, pusieron el país a gastar más de lo que produce y vivir al debe, propiciaron la inflación, el desempleo, el endeudamiento, y ahora le exigen al presidente Gustavo Petro que solucione esas crisis, pero sin hacer cambios.
Queda una retórica semejante a la que se esgrimió hace un siglo en la obertura a la gran depresión de 1929, cuando los mismos burócratas decían que esas crisis eran normales, que sólo era cuestión de esperar porque a largo plazo todo se equilibraría, y vendría un reino de felicidad. John Maynard Keynes les replicó en 1923: “A largo plazo todos estaremos muertos”.
Estas verdades tan contundentes no gustan, menos hoy que la economía neoliberal es una religión, y los bancos centrales sus tribunales de inquisición. Keynes señalaba cien años atrás no sólo que el modelo por sí mismo no se reparaba, sino que en la economía hay un sujeto, y ese sujeto no es el ministro de finanzas, ni el banquero, ni el patrón: El sujeto de la economía es el ciudadano.
Y este ciudadano tiene el único indicador válido en una economía a escala humana: será acertada la gestión de los recursos generales si el ciudadano en particular tiene lo suficiente para sus necesidades. Tantas décadas de tergiversaciones políticas, pagadas, han invertido la ecuación señalando que el bienestar de los banqueros, o el estado de ganancias de las industrias son los indicadores de que la economía va bien, así la comunidad se muera de hambre.
A los síntomas de un siglo atrás, que desembocaron en la recesión y en la Segunda Guerra Mundial, se suman otros que no se veían en esos tiempos y que ahora emergen de manera dramática, el cambio climático y el calentamiento global. Estas palabrejas tan manidas hoy se pueden traducir en términos de posibilidades de una extinción de la vida en el planeta.
Paradójicamente, las angustias cotidianas por la subsistencia de la inmensa mayoría de la población no dejan ocasión para pensar en medianos y largos plazos, cuando las urgencias a resolver son de horas. Tal vez la sentencia de Keynes se deba actualizar afirmando que a mediano plazo todos estaremos muertos.
La conciencia de la crisis no hace que por ello se evite, sea por la falta de voluntad de quienes capitanean la economía mundial, o por la ausencia de capacidad decisoria de quienes tienen la voluntad de cambio. Así las cosas, la recesión que se anuncia parece que no puede evitarse, sólo queda transitarla.
La discusión entonces es cómo ha de ser el afrontamiento colectivo de la profundización de las diversas crisis convergentes. Como en todos los dilemas que la confrontación de posturas políticas antagónicas plantea, los opuestos son excluyentes: se construye una economía para la vida, o se continúa con un modelo que enriquece a pocos y empobrece, mata a los muchos.
La segunda alternativa ya se conoce, con sus efectos. Una economía para la vida implica detener la depredación sobre los ecosistemas, y sobre las comunidades que allí habitan. No puede seguir siendo indiferente la mortandad de los miles de niños guajiros, ni la de los chocoanos, ni la de los indígenas del Vaupés. Tampoco se ha de seguir deforestando la Amazonía, el Darién, el Catatumbo, ni seguir extinguiendo 200 especies diarias como ocurre ahora.
Estos son consensos de papel, que todos declaman y que pocos cumplen. Del actual gobierno colombiano se espera no sólo un cumplimiento estricto de la intención integral, sino un liderazgo regional que lo posibilite.
Para atravesar la inevitable recesión económica, y las demás crisis, acaso deba el gobierno ser más contundente, radicalmente eficaz, en lograr la soberanía alimentaria, y la soberanía energética. Alcanzando estos dos preceptos se espera que el impacto de la crisis mundial no sea tan devastador y, como dice la frase manida, haga de la gran crisis la gran oportunidad. También se debe impulsar la más intensa cooperación entre las naciones de América latina, tanto para paliar la recesión como para evitar que los vientos de guerra incendien la única región que se conserva en paz en el mundo.
José Darío Castrillón Orozco
Hernan Pizarro says
Una descripción de la situación del mundo y cómo afecta a lo local. Todavía hay muchas esperanzas.