Las recientes declaraciones de Francisco invitan a reflexionar sobre los problemas económicos que nos asuelan por culpa de la codicia y de la complicidad de muchos intelectuales con quienes lo quieren todo para sí
Sería vanidoso por mi parte que yo tratara de defender nada más y nada menos que al Papa de Roma frente a quienes le critican. Como se decía en el viejo catecismo del Padre Astete, Doctores tiene la Santa Madre Iglesia para contestarles.
Pero, dado que no he leído a ningún economista más versado que yo que comentara el asunto, me atrevo a entrar en el debate para romper una lanza en favor del jesuita argentino que ahora ocupa la silla de San Pedro.
La cuestión es que, hace unos días, el Papa dijo una frase muy rotunda en la improvisada homilía de una Misa que celebró en su residencia particular (normalmente, el texto completo de las homilías papales se publica en la web del Vaticano pero ésta no aparece allí, de momento, aunque se han hecho eco de ella multitud de medios de muy diferente ideología (por ejemplo, aquí).
Según la agencia de noticias Reuters, el papa Francisco dijo: “Hay algunos que dicen ‘yo soy muy católico, siempre voy a misa, pertenezco a esta asociación y la otra’ pero también deberían decir ‘mi vida no es cristiana, no les pago a mis empleados salarios justos, exploto a la gente, hago negocios sucios, lavo dinero”. Eso es una doble vida. Hay muchos católicos que son así y son un escándalo. Cuántas veces hemos escuchado decir a la gente ‘para ser católico como él, mejor ser ateo'”.
Poco después de que se publicaran esas palabras del Pontífice, el periodista Robert Wenzel, conocido propagandista de la escuela liberal austriaca de economía y editor de EconomicPolicyJournal.com, escribió un artículo (The Pope’s Problem with Basic Economics) en el que afirma que el Papa desconoce los conceptos fundamentales de la economía. Duda Wenzel de que “pudiera dibujar una curva de oferta y demanda” y le critica duramente que, a pesar de ese desconocimiento, hable de salarios adecuados o justos y de explotación.
Concretamente, Wenzel acusa al Papa de hacer una de las seis cosas que, según se dice en la Biblia, más aborrece Jehová, sembrar discordia entre hermanos; en este caso, entre “el hombre de negocios que ofrece precios y salarios de mercado” y los consumidores y trabajadores.
En apoyo de esta idea, Wenzel aporta una cita de Murray Rothbard, uno de los más conocidos defensores de la escuela austriaca de economistas anarcoliberales (así denominados por su creencia ciega y extrema en las virtudes y automatismos del mercado) y que prefería denominarse a sí mismo como “derechista o reaccionario radical” o de “derecha dura” mejor que conservador (así lo decía en A Strategy for the Right).
Rothbard afirmaba que el precio que se fija en el mercado no es un acto de voluntad de los vendedores, es decir, que éstos no lo establecen en función de que se levanten más codiciosos o responsables cada mañana. Por el contrario, aseguraba que el aparato de la teoría económica, construido a lo largo de siglos, ha demostrado que los precios a los que se venden los bienes y servicios (incluido el precio del trabajo) se establecen exclusivamente como resultado de la demanda (de la cantidad que están dispuestos a adquirir los compradores a cada precio dado) y de la oferta de los vendedores. Por tanto, decía Rothbard, no es verdad que los precios se fijen, como creen algunos economistas, simplemente añadiendo un margen a los costes de producción que, si va más allá de un determinado nivel, ya sería fruto de la codicia.
Dando por buenas estas ideas, Wenzel termina diciendo que lo que hace el papa Francisco cuando predica hablando de salarios apropiados y de explotación es, nada más y nada menos, que hacer música en la guarida de los totalitarios y crear un gran pecado económico.
Llegados a este punto, y aunque dije al principio que no creo que sea yo quien mejor pueda defender al papa Francisco, hay que preguntarse si Wenzel lleva razón. Es decir, si el salario es algo que se determine automáticamente por la oferta y la demanda de trabajo en el mercado y, por tanto, con independencia de la voluntad de quienes contratan a los trabajadores. Y, en suma, si es cierto que la teoría económica “de siglos” ratifica lo que dicen estos economistas liberales.
La respuesta es clara y rotunda: no, no y no. Es matemáticamente imposible que el salario se fije como dicen Wenzel, Rothbard y los economistas liberales o de la escuela austriaca como ellos.
Para que se pueda afirmar que el salario (el precio del trabajo) se fija automáticamente en el mercado de trabajo a través de la oferta y la demanda la teoría económica establece condiciones que son de imposible cumplimiento. Las más importantes (o las que puedo explicar más fácilmente para no complicar mucho este artículo) son las siguientes.
En primer lugar, se tendría que poder definir una oferta y una demanda de trabajo para todo el mercado. Pero, tal y como ocurre en general con la oferta y la demanda de bienes, es matemáticamente imposible definir una oferta y una demanda de trabajo agregadas (para todo el mercado). Entre otras condiciones más complicadas de entender, para poder definir una demanda de trabajo agregada debería de haber un solo tipo de trabajo y todos los demandantes de trabajo (las diferentes empresas) deberían tener exactamente las mismas preferencias a la hora de contratar. Es decir, algo materialmente imposible. Y se ha demostrado también que la oferta de trabajo que realizan los trabajadores puede tener cualquier forma, de manera que no hay “un” salario de oferta y demanda sino que, en todo caso, habría muchos niveles de salarios compatibles con la oferta y la demanda de trabajo de mercado.
En segundo lugar, para que pudiera haber un salario de mercado que fuese el resultado automático de la oferta y la demanda de trabajo estas dos deberían ser independientes. Pero Piero Sraffa demostró hace años que eso es imposible: si se establece (como hacen los liberales) que la oferta de trabajo cambia cuando cambia el salario, resulta que al aumentar la oferta de trabajo ha de haber cambiado el salario y, cuando cambia el salario, cambia la distribución de la renta, que afecta a las ventas, y, por tanto, a la demanda de trabajo que hagan las empresas. Luego es evidente que la oferta y la demanda de trabajo no son independientes sino justamente lo contrario.
En tercer lugar, para que pudiera haber un salario de mercado que fuese el resultado automático de la oferta y la demanda de trabajo en las condiciones que dicen los economistas liberales, los mercados de trabajo deberían de ser de competencia perfecta (todos los agentes deberían tener el mismo poder de decisión, información perfecta y gratuita, y el trabajo debería ser perfectamente homogéneo en todos los empleos, entre otras condiciones). Si eso no ocurre, como sucede en la realidad y de forma prácticamente inevitable, el nivel de salario de mercado es indeterminado porque depende del poder de negociación de las partes.
En cuarto, lugar, para que pudiera haber un salario de mercado que fuese el resultado automático de la oferta y la demanda de trabajo e independiente de la voluntad de los empleadores, como dicen los economistas liberales o austriacos, los trabajadores deben generar su oferta de trabajo como el resultado de elegir entre el trabajo o el ocio para cada nivel de salario. Pero es evidente que, para que puedan tener esa libertad de elección, deben disponer de ingresos adicionales a los del trabajo suficientes, lo que muy rara vez acontece.
En quinto lugar, para que fuese cierto lo que afirman los liberales sobre el salario como algo ajeno a la voluntad de los empleadores debe ocurrir que las empresas contraten trabajadores en función de su contribución al producto, de su llamada “productividad marginal”. Pero este requisito, como explico con más detalle en mi libro Economía para no dejarse engañar por los economistas, lleva a un resultado absurdo: para conocer la productividad del factor trabajo en conjunto, hay que homogeneizar todas las posibles variantes que lo componen (el trabajo de los ingenieros, las doctoras, los auxiliares, los bomberos, las maquinistas, etc.). Pero resulta evidente que cada uno de esos componentes es diferente a los demás: cada dentista aporta a la producción en su conjunto algo diferente a lo que aporta cada ingeniera, cada fresador o cada vendedora de seguros… Por tanto, si queremos hablar del factor trabajo en conjunto, de productividad marginal en conjunto, para poder determinar el precio de mercado (“un” salario de referencia que todos los empleadores acepten como algo totalmente ajeno a su voluntad, como dicen los economistas liberales), debemos homogeneizar el factor trabajo. Y la única manera de homogeneizarlo es a través de su precio, para lo cual es necesario saber… ¡el precio de cada trabajo! Llegamos, por tanto, a un resultado absurdo o tautológico: para determinar a través de la productividad marginal del trabajo su precio de mercado hay que saber antes su precio.
Esta última condición es la clave de bóveda del análisis neoclásico o liberal del mercado de trabajo porque es la que permite criticar a quienes, como el papa Francisco en esta ocasión, reclaman un salario decente, es decir, una distribución más justa de la riqueza. La razón es sencilla.
Lo que hay detrás de una teoría tan tautológica e irreal como la de la productividad marginal es que gracias a ella se puede hacer creer que el salario es, como dicen Rothbard y los liberales, independiente de la voluntad, un resultado automático del mercado que, además, es justo de por sí, puesto que su nivel le viene dado al empleador por el mercado y lo recibe o no el trabajador solo en función objetiva de que contribuya en esa misma medida al producto final. Es por eso que, según los economistas liberales, nadie puede protestar si los salarios son bajos o la distribución es injusta puesto que nos dirán que si son así es porque esa es la contribución “objetiva” de cada trabajador al producto final. Una estratagema intelectual brillante pero, como acabo de señalar, basada en una pura tautología y completamente ajena al mundo real.
Quienes critican al Papa porque reclama salarios adecuados o porque condena la explotación de la gente son, en las palabras arriba mencionadas de su propio ideólogo Murray Rothbard, los “reaccionarios radicales” o la “derecha dura”. Están en su derecho de hacerlo, faltaría más, pero debe saberse que el fundamento científico de sus críticas es nulo. El papa Francisco sabe mucho mejor que ellos cómo está funcionando la economía contemporánea, cuáles son los problemas que la creciente concentración de la riqueza está creando a los seres humanos y a la naturaleza, y qué solución tienen los problemas económicos que nos asuelan por culpa de la codicia y también de la complicidad de muchos intelectuales con quienes lo quieren todo para sí.
Y, por último, no está de más señalar que se atrevan a tachar a los demás de totalitarios quienes establecen con nulo fundamento que sus ideas económicas son la verdad revelada y las de los demás simples errores o incluso fuentes del pecado.
Juan Torres López: Economista, miembro del Consejo Científico de Attac España y catedrático de Economía aplicada en la Universidad de Sevilla.
1 de marzo de 2017