En estos últimos días, los hechos han dado cuenta de que las cosas no van bien. El ataque y asesinato de policías muestra como siguen existiendo actores armados en los territorios que deben enfrentarse o bien, siendo coherentes con lo realizado hasta ahora, llamarlos a que se plieguen a los acuerdos. El Estado no puede pretender que solo con los acuerdos de paz los territorios van a quedar libres de gestas delictivas, por el contrario, ante la salida de los grupos guerrilleros, sus mismos disidentes u otros grupos intentarán tomar posesión de los territorios, amedrantar a la población e imponer las condiciones para mantener las bases sociales necesarias que les permitan lucrarse de negocios ilícitos. Si el Estado no hace presencia a través de sus instituciones y con inversión, los esfuerzos cumplidos habrán sido infructuosos.
La tragedia de los campesinos asesinados en Tumaco solo es una muestra no solo de la debilidad de los procesos de erradicación de cultivos ilícitos, sino de los incumplimientos del Gobierno a los cultivadores. La represión de las autoridades podrá implicar tragedias mayores, en cuanto pérdida de vidas humanas, esto sin contar la desconfianza que las comunidades tendrán en los mismos procesos de sustitución. Escenarios propicios para volver a pensar, presionados por los EEUU y por la derecha colombiana, en aspersión aérea, una desventura más no solo para las comunidades sino para los ecosistemas. Es decir, echar al traste lo acordado en La Habana y refrendado en el teatro Colón.
Con todo esto, el Gobierno debe avanzar en varios proyectos para el sector agropecuario pero en particular en los temas de tenencia y propiedad de la tierra. Buena parte de las expectativas que estos procesos han generado tiene que ver con la propiedad de la tierra, con un proceso de reforma agraria que les permita a los campesinos tener derechos de propiedad. El Gobierno, las autoridades, se han encontrado con un difícil entramado de particularidades que solo intentar desenredarlo sin la suficiente decisión política, lo más seguro, conducirá a su fracaso.
En los territorios antes ocupados por las FARC existen un sinnúmero de obras que deben entrarse a legalizar por parte de las autoridades ambientales y civiles. Con las carreteras construidas por las FARC o por alcaldes osados que lo hicieron bajo presión y sin permiso, se deberán tomar decisiones; buena parte están en jurisdicciones protegidas como reservas o en propiedades comunales.
La falta de títulos de propiedad y con ella la nula presencia estatal hacen que la posesión de la tierra haya estado mediada por las armas y el miedo y se traspase los límites de las llamadas Unidades Agrícolas Familiares, es decir la propiedad se controla estando en zonas de reserva campesina, de reserva forestal, o cualquier zona protegida por la Ley, incluyendo las tierras del Estado e incluso las tierras comunales. Y acá no solo hay FARC, ya es claro que existen ex FARC, narcos, paras, terratenientes codiciosos o cualquier tipo de abusador de comunidades.
El Gobierno pretende tener como una gran solución que los campesinos produzcan la tierra sin que tengan la propiedad sobre ella, solo el derecho a su uso. ¿Cómo va a garantizar esto en la Colombia profunda, donde son los propios actores armados quienes parcelan, producen y gestionan la producción? Cuando las comunidades quedan a expensas de quienes pueden controlar la producción y comercialización y son en últimas estos actores de poder (con armas y con dinero) quienes están garantizando la distribución del producto social. Mientras el Estado no haga presencia plena en estos territorios, estos serán controlados por quienes históricamente se han atrevido a producir en los más recónditos rincones de la patria, y lo han hecho como grupos para estatales, apoyados en armas, en dinero ilícito y en ejércitos privados.
A esto, que podría denominarse la inocencia institucional, se suma la falta de recursos para garantizar que los distintos procesos productivos, de comercialización, de derechos de propiedad y de sustitución de cultivos ilícitos, puedan desarrollarse sin problemas. En efecto, el presupuesto general de la nación para el año 2018 se aprobó con un recorte presupuestal del 28.6% para el sector agropecuario, bajando de 2.9 a 2 billones de pesos. De los 5.48 billones de pesos para inversión al sector agropecuario le fueron adjudicados 246.000 millones para inversión en proyectos productivos y comercialización el 4.5%. A la ya histórica falta de recursos del sector y en tiempos donde las necesidades se multiplican, el Gobierno, dando cumplimiento a las exigencias fiscales reduce el presupuesto agropecuario, independiente de los retos existentes. Mala elección por cierto, alejada de la realidad pero sujeta a los códigos de comportamiento fiscal ordenado o sugerido por los organismos multilaterales.
En otras palabras y para que se entienda lo expuesto, el presupuesto del sector agropecuario para el año 2018, ni siquiera alcanza para cumplirle a las 100 mil familias del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que en el primer año requeriría de unos 2.5 billones de pesos. Para algo entonces deberán servir los recursos de la cooperación internacional al posconflicto, pero acá el riesgo es que suceda lo mismo que pasó con los recursos de la regalías, que por distribuir la mermelada en toda la tostada, el gran número de proyectos hará que en últimas el impacto sobre el sector agropecuario se diluya y en poco tiempo las familias vuelvan a tener los problemas de siempre, los problemas estructurales que han hecho parte de esta guerra inmisericorde, pero sobre todo, que han sido los causantes de la desruralización en Colombia.
Los temas del agro en los acuerdos cada día son más débiles, las necesarias reformas aún no se presentan para su aprobación, ni siquiera las instituciones del sector se ponen de acuerdo en el modus operandi y en el tipo de propuestas que se deben implementar. Las comunidades están expectantes y mientras tanto, quienes han abusado de los campesinos y de las tierras siguen tomando posesión, ahora sin el contrapeso de las FARC. Para completar el panorama, el proceso electoral acecha y las presiones sobre los acuerdos aumentan con el calor de la contienda electoral. Ya se inicia la Ley de garantías y serán seis meses donde si se quiere hacer algo tendrá que llevarse a licitaciones. No, no es broma, esto es muy serio: el punto uno de La Habana agoniza entre los laberintos institucionales y la ineficacia gubernamental. Para regocijo de unos pocos.
JAIME ALBERTO RENDÓN ACEVEDO: Director Programa de Economía, Universidad de La Salle
Octubre 12 de 2017
Imagen agencia de noticias Unal
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