También mandaron a la ministra de encargos infames, Alicia Arango, a que se burlara de ambos informes afirmando que mueren más colombianos por robarle el celular que por ser defensores de DDHH. Más de lo mismo: mentiras y cinismo para encubrir una estrategia criminal, y procurar la impunidad de los perpetradores. Porque allí donde el remedo de gobierno plantea tener como eje la legalidad, como cuando propone “paz con legalidad”, ha de leerse impunidad, qué es la razón de ser de los fraudes electorales, el uso de dineros ilícitos, la compra de votos, entre otros delitos electorales para robarle las elecciones a Gustavo Petro, y alzarse con el gobierno.
Si se parte de que el riel sobre el que corre el uribismo es la impunidad se entenderá su aversión a la Jurisdicción Especial para la Paz, a la Comisión de la Verdad, a la memoria histórica, a las altas cortes, a los magistrados independientes, a militares honestos, a los periodistas veraces… a la decencia. También podrá entenderse la atarvanería de este gobierno que no se ha caracterizado por su rectitud, ni en los métodos ni en los fines.
La impunidad como fin supremo aclara el nombramiento de calanchines del Innombrable en organismos como la Procuraduría General de la Nación, La Defensoría del Pueblo, el Centro de Memoria Histórica, La Policía Nacional, la Contraloría General, las superintendencias… y, especialmente, la Fiscalía General de la Nación, donde un personaje de reconocida babosería llega encargado de tapar el acumulado criminal de un cuarto de siglo de uribismo.
Ahora, quienes justifican su ineptitud moral y administrativa con la intromisión en los asuntos Venezolanos, vociferan que las Naciones Unidas se entrometen en asuntos internos colombianos cuando denuncia las atrocidades del régimen contra los Derechos Humanos de los colombianos. Se debe resaltar que La Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, está reclamando respeto a la dignidad de los colombianos, no de venezolanos, ni iraníes, o cualquier otro pueblo, y sale Duque, como cualquier padre maltratador cuando es sorprendido torturando a un hijo, a gritar: “No se inmiscuyan que esto es un asunto familiar”. Reclamo que se puede traducir como: “Nos asiste el supremo derecho a matar colombianos”.
Los informes irritan tanto al semigobierno porque le recuerdan que no debe andar matando gente para mantenerse en el poder. Señala la Comisionada que se incrementaron las masacres de colombianos en el último año, así como se incrementa el uso de niños en la comisión de delitos; que es el Estado, no el paraestado, el que debe hacer presencia en las zonas rurales; que se debe cumplir el acuerdo de paz; que se debe respetar la protesta pacífica, y trasformar el Esmad; que no se entregue funciones de policía al ejército, ni se permita que las violaciones de la fuerza pública a los derechos humanos se juzguen por la justicia penal militar, sinónimo de impunidad.
El informe muestra cómo mientras crece el Producto Interno Bruto, un 3,3%, crece también la pobreza, 1,8%; que no hay voluntad de combatir la corrupción, pues, solo cuatro de veinticuatro proyectos anticorrupción fueron aprobados; que se incrementa la violencia basada en género cuatro puntos, desde 2017; el crecimiento del asesinato de indígenas en un 52% en el último año, 66 de ellos de la etnia nasa, en el Cauca.
Hubo también 113 amenazas contra periodistas, y se registraron 360 agresiones contra ellos.
Dice la comisionada: “Defender los derechos humanos sigue considerándose una labor de alto riesgo en Colombia”. Las cifras lo demuestran: 108 defensores asesinados en 2019, entre ellos 15 mujeres, y dos de sexualidades diversas. El 75% de estos homicidios fueron en zona rural. El 65% contra defensores de comunidades y grupos étnicos. El asesinato de mujeres defensoras se incrementó en un 50% en el último año. Lo cual deja sin piso la coartada gubernamental que son casos aislados, líos de faldas, o problemas personales, y se evidencia la sistematicidad de este exterminio.
De su parte, Michel Forst, relator especial de la ONU para los defensores de Derechos Humanos denuncia en su informe: “Violencia generalizada y extrema contra líderes sociales, dirigentes comunitarios y agricultores, en su mayoría indígenas, afrocolombianos y mujeres defensoras de los derechos humanos.” También dice lo que tanto calla la prensa local: los perpetradores de estos homicidios son en primera instancia la Policía Nacional, y el Ejército de Colombia. Denuncia cómo los megaproyectos mineros, energéticos, hidroeléctricos, contratan la institucionalidad colombiana, en particular sus fuerzas armadas para que persigan, en todas las formas posibles, a quienes se oponen desde la civilidad a estos emprendimientos. Lo que ya se ha denunciado desde medios alternativos, la fuerza pública convertida en mercenarios vueltos contra el propio país, en sicarios asesinando colombianos, por encargo de compañías foráneas.
Mejorar las condiciones de vida, defender el medio ambiente, o buscar la dignidad en el trabajo devino en causal de asesinato, podría concluirse de los dos informes. Pese a la gritería y a la burla oficial la comunidad internacional respalda los informes, también los respalda la sociedad civil colombiana que ha venido denunciando esas atrocidades sin eco en la justicia del país.
Porque la cooptación mafiosa del Estado pasa primero por inutilizar la justicia, y ha logrado su inoperancia. Ahora que la Organización de las Naciones Unidas, que no es una organización no gubernamental, ONG, a las que el gobierno declaró hostilidad, sino un organismo multiestatal, ha comprobado la sistematicidad en el exterminio de líderes sociales, y de defensores de Derechos Humanos, así como ha constatado la impunidad de los criminales, tanto como la voluntad del gobierno de no detener el genocidio, es el momento de activar una mecanismo de justicia internacional para el caso colombiano.
José Darío Castrillón Orozco
Fuente: El Tiempo
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