Apenas se había celebrado y calificado de «histórica» la decisión de enviar tanques Leopard cuando llegaron pedidos de aviones de combate, misiles de largo alcance, buques de guerra y submarinos, y la noticia quedó atrás y fue relativizada. Los pedidos de ayuda tan dramáticos como comprensibles de una Ucrania atacada en violación del derecho internacional hallaron en Occidente el eco que era esperable. Lo único nuevo aquí fue la aceleración del conocido juego de llamamientos moralmente indignados a suministrar armas más poderosas y luego, no sin vacilaciones, a actualizar una y otra vez los modelos de armas prometidos.
También se escuchó desde el seno del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) que no había «líneas rojas». Con las excepciones del canciller federal y su entorno, las súplicas del ministro de Relaciones Exteriores de Lituania fueron tomadas en serio por el gobierno, los partidos políticos y la prensa de manera casi unánime: «Debemos superar el miedo de querer derrotar a Rusia». Desde la incierta perspectiva de una «victoria», que puede significar cualquier cosa, toda discusión accesoria sobre el objetivo de nuestro apoyo militar –y sobre las vías para alcanzarlo– debe estar resuelta. Así las cosas, el proceso de rearme parece estar tomando una dinámica propia que, aunque iniciada por la comprensible presión del gobierno ucraniano, es impulsada entre nosotros por el tenor belicista de una opinión pública concentrada en la que no se manifiestan la duda y la reflexión de la mitad de la población alemana. ¿O no es del todo así?
Mientras tanto, aparecen voces reflexivas que no solo defienden la postura del canciller, sino que además instan a una reflexión pública sobre el arduo camino de las negociaciones. Si me uno a estas voces, se debe precisamente a que es correcta esta frase: ¡Ucrania no debe perder la guerra! Me refiero al carácter preventivo de las negociaciones hechas a su debido tiempo, que evitan que una guerra prolongada cobre aún más vidas humanas, provoque una mayor destrucción y nos deje finalmente ante una disyuntiva de hierro: o intervenir activamente en la guerra, o dejar a Ucrania librada a su suerte para no desencadenar la primera guerra mundial entre potencias con armas nucleares.
La guerra se prolonga, el número de víctimas y el nivel de destrucción aumentan. ¿Debería la dinámica propia de la ayuda militar, que hemos brindado por buenas razones, hacer que mengüe ahora su carácter defensivo, porque el único objetivo ha pasado a ser una victoria sobre Vladímir Putin? Washington y los gobiernos de los demás Estados miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) acordaron desde el principio detenerse antes del punto de no retorno: la entrada en la guerra.
La vacilación ostensiblemente estratégica y no solo técnicamente justificada que el canciller Olaf Scholz encontró en el presidente estadounidense antes de suministrar tanques de guerra confirmó una vez más esta premisa del apoyo occidental a Ucrania. Hasta ahora, la preocupación occidental se ha centrado en el problema de que depende tan solo de los líderes rusos definir cuál es el punto a partir del cual estos consideran que la dimensión y la calidad de las armas entregadas por Occidente significan entrar en guerra.
Pero dado que China también se ha pronunciado a favor de prohibir el uso de armas atómicas, biológicas y químicas, esta preocupación ha pasado a un segundo plano. Por lo tanto, los gobiernos occidentales deberían ocuparse más bien de la postergación de este problema. Desde la perspectiva de una victoria a cualquier precio, la mejora en la calidad de las armas que suministramos ha desarrollado una dinámica propia que podría, de modo más o menos inadvertido, llevarnos a cruzar el umbral de una tercera guerra mundial. Por lo tanto, no se debería ahora «silenciar todos los debates sobre en qué momento apoyar a una parte se convertiría en ser parte con el argumento de que ya con un debate como este se le hace el juego a Rusia».
El sonambulismo al borde del abismo se convierte en un peligro real principalmente porque la alianza occidental no solo le cuida las espaldas a Ucrania, sino que además asegura incansablemente que apoyará al gobierno ucraniano «todo el tiempo que sea necesario», y que solo el gobierno ucraniano puede decidir sobre el momento y la finalidad de las posibles negociaciones. Esta aseveración pretende desanimar al oponente, pero es inconsistente y oculta diferencias que son obvias. Sobre todo, puede engañarnos sobre la necesidad de tomar iniciativas propias para las negociaciones.
Por un lado, es un sinsentido que solo una de las partes beligerantes pueda determinar su objetivo de guerra y, si es necesario, el momento de las negociaciones. Por otro lado, el tiempo que puede resistir Ucrania también depende del apoyo de Occidente.
Occidente tiene sus propios intereses legítimos y sus propias obligaciones. Los gobiernos occidentales operan en un radio geopolítico más amplio y deben atender intereses diferentes de los de Ucrania en esta guerra; tienen obligaciones legales con respecto a las necesidades de seguridad de su propia ciudadanía y, más allá de las opiniones de la población ucraniana, también son moralmente corresponsables de las bajas y la destrucción causadas con las armas de Occidente. Por lo tanto, no pueden trasladar al gobierno ucraniano la responsabilidad de las brutales consecuencias de una prolongación temporal de los combates que solo fue posible gracias al apoyo militar occidental.
Que Occidente debe tomar decisiones importantes y responsabilizarse por ellas también queda de manifiesto en la situación que más debe temer, a saber, la ya mencionada en la que una superioridad de las Fuerzas Armadas rusas lo colocara ante la alternativa de, o bien ceder, o bien convertirse en parte beligerante.
Es fatal que no se aclare la diferencia conceptual entre «no perder» y «vencer»
También por razones más obvias, como el agotamiento de las reservas de personal y de los recursos materiales necesarios para la guerra, el momento de las negociaciones se aproxima. El factor tiempo también juega un papel en las convicciones y los planes de la población occidental en general. Es demasiado simple atribuir las posiciones sobre la polémica cuestión del momento para negociar a la simple contradicción entre moral e interés propio. Son principalmente razones morales las que apremian para poner fin a la guerra.
La duración de la guerra influye en las perspectivas desde las cuales la población de los distintos países percibe este acontecimiento. Cuanto más se prolonga una guerra, más intensa es la percepción de la violencia explosiva que caracteriza en especial a las guerras modernas, y esto determina la manera de ver la relación entre guerra y paz en general. Me interesan estas perspectivas en vista de la discusión que poco a poco comienza en Alemania sobre el sentido y la posibilidad de las negociaciones de paz.
Dos perspectivas desde las que percibimos y evaluamos las guerras encontraron su expresión al comienzo de la guerra de Ucrania en la disputa sobre dos formulaciones idiomáticas vagas pero contrapuestas del objetivo de la guerra: ¿el objetivo de nuestro suministro de armas es que Ucrania «no pierda» la guerra, o apunta más bien a una «victoria» sobre Rusia?
Esta diferencia conceptualmente no aclarada tiene, en principio, poco que ver con tomar partido en favor o en contra del pacifismo. Si bien el movimiento pacifista que surgió a fines del siglo XIX politizó la dimensión violenta de las guerras, el verdadero problema aquí no es la superación gradual de las guerras como medio para resolver conflictos internacionales sino, lisa y llanamente, la negativa a tomar las armas. En este sentido, el pacifismo no juega ningún papel para esas dos perspectivas, que difieren entre sí según el peso de las víctimas de la guerra.
Esto es importante porque el matiz retórico entre las frases «no perder» y «vencer» en la guerra aún no separa a los pacifistas de los no pacifistas. Hoy en día, tal matiz también caracteriza contradicciones dentro del bando político que considera que la alianza occidental tiene no solo el derecho, sino también la obligación política de suministrar armas, apoyo logístico y servicios civiles a Ucrania en su valiente lucha contra el criminal ataque perpetrado en violación del derecho internacional contra la existencia e independencia de un Estado soberano.
Esta toma de partido está ligada a un sentimiento de afinidad ante el sufrimiento de una población que, tras muchos siglos de dominio extranjero polaco, ruso y austríaco, solo logró la independencia con la caída de la Unión Soviética. De las naciones europeas más recientes, Ucrania es la más joven. Hasta podría decirse que es aún una nación en ciernes.
Pero incluso en el amplio campo de quienes toman partido por Ucrania, las opiniones están actualmente divididas respecto al momento oportuno para las negociaciones de paz. Un lado se identifica con el llamado del gobierno ucraniano a aumentar sin límites el apoyo militar para derrotar a Rusia y restaurar así la integridad territorial del país, incluida Crimea. La otra parte quisiera forzar los intentos de un alto el fuego y negociaciones que al menos eviten una posible derrota mediante la restauración del statu quo al 23 de febrero de 2022. En estos pros y contras se reflejan experiencias históricas.
No es casualidad que este conflicto latente urja ahora a llegar a una resolución. El avance en el frente está congelado desde hace meses. Bajo el título «La guerra de desgaste favorece a Rusia», el Frankfurter Allgemeine Zeitung, por ejemplo, informa sobre la guerra de posiciones por el control de Bajmut, en el norte del Dombás, que derivó en grandes pérdidas para ambos bandos, y cita la impactante declaración de un alto funcionario de la OTAN: «Aquello parece Verdún». Las comparaciones con esta horrible batalla, la más larga y costosa en vidas de la Primera Guerra Mundial, tienen poco que ver con la guerra en Ucrania, solo en la medida en que una guerra de posiciones sostenida sin cambios importantes en la línea del frente nos trae a la conciencia el sufrimiento de sus víctimas antes que al objetivo político «que da sentido» a la guerra. El impactante informe desde el frente de batalla escrito por Sonja Zekri, que no oculta sus simpatías pero tampoco calla nada, trae a la memoria las horrorosas imágenes del frente occidental en 1916. Soldados «que estrangulan a otros», montañas de muertos y heridos, ruinas de viviendas, clínicas y escuelas, en otras palabras, la aniquilación de la vida civilizada: esto refleja el núcleo destructivo de la guerra, que pone bajo una luz diferente la declaración de nuestra ministra de Asuntos Exteriores según la cual «nuestras armas salvan vidas».
En la medida en que las víctimas y la destrucción de la guerra como tales se vuelven evidentes, pasa a primer plano el otro lado de la guerra: no es solo un medio de defensa contra un atacante inescrupuloso; en el curso mismo de ella, su devenir es experimentado como una violencia aplastante que debe terminar cuanto antes. Y cuanto más se traslada el peso de un aspecto al otro, más claramente se impone este no-deber-ser de la guerra. En las guerras, el deseo de vencer al oponente siempre se ha ligado al deseo de que la muerte y la destrucción terminen. Y en tanto la «devastación» ha aumentado junto con el poder de las armas, también se ha desplazado el peso relativo de estos dos aspectos.
Como resultado de las experiencias bárbaras de las dos guerras mundiales y la tensión nerviosa de la Guerra Fría, se había producido durante el último siglo un cambio conceptual latente en la mente de las poblaciones afectadas. A menudo de manera inconsciente, estas habían sacado de sus experiencias la conclusión de que las guerras –este modo, que antes se creía obvio, de resolver conflictos internacionales– son absolutamente incompatibles con los estándares de la coexistencia civilizada.
El carácter violento de la guerra había perdido, por así decirlo, su aura de naturalidad. Este extendido cambio de conciencia también ha dejado su huella en el desarrollo del derecho. El derecho penal humanitario de guerra ya había sido un intento fallido de refrenar el ejercicio de la violencia en la guerra. Pero al final de la Segunda Guerra Mundial, la violencia de la guerra misma iba a ser pacificada por medios legales y reemplazada por la ley como el único modo de zanjar conflictos entre Estados. La Carta de las Naciones Unidas, que entró en vigor el 24 de octubre de 1945, y el establecimiento de la Corte Internacional de Justicia en La Haya revolucionaron el derecho internacional. El artículo 2 obliga a todos los Estados a dirimir sus disputas internacionales por medios pacíficos. Fue la conmoción por los excesos de violencia de la guerra lo que originó esta revolución.
El horror ante la visión de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial se refleja en las conmovedoras palabras del preámbulo. La frase clave es la que llama a «unir nuestras fuerzas para (…) la adopción de métodos que asegurarán que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común», es decir, del interés –como explica en detalle el derecho internacional– de los ciudadanos de todos los Estados y todas las sociedades del mundo. Por un lado, esta consideración por las víctimas de la guerra explica la abolición del ius ad bellum, o sea, el ominoso «derecho» del Estado soberano a hacer la guerra a voluntad; pero también el hecho de que la doctrina éticamente fundamentada de la guerra justa no ha sido renovada en modo alguno, sino que ha sido abolida exceptuando el derecho a la autodefensa del atacado. Las diversas medidas contra actos de agresión enumeradas en el Capítulo VII están dirigidas contra la guerra como tal, y esto solamente en el lenguaje del derecho. Porque para ello es suficiente el contenido moral inherente al derecho internacional moderno.
A la luz de estos hechos es como he entendido la consigna de que Ucrania «no debe perder la guerra». Porque es desde el punto de vista de la moderación como leo la advertencia de que tampoco Occidente, que permite a Ucrania continuar la lucha contra un agresor criminal, debe olvidar ni el número de víctimas ni el riesgo al que están expuestas las posibles víctimas, ni el alcance de la destrucción real y potencial que se acepta con gran pesar a cambio de lograr el objetivo legítimo. Ni siquiera la persona que da su respaldo con mayor desinterés está exenta de tener que considerar la proporcionalidad.
La vacilante formulación de que Ucrania «no debe perder» pone en entredicho una perspectiva amigo-enemigo que, incluso en pleno siglo XXI, considera «naturales» y sin alternativa las soluciones bélicas a los conflictos internacionales. Una guerra, y más aún la guerra iniciada por Putin, es el síntoma de que hemos vuelto a caer por debajo del nivel histórico de las relaciones civilizadas entre potencias, en especial entre potencias que han sabido aprender las lecciones de las dos guerras mundiales. Si no se puede evitar el estallido de conflictos armados mediante sanciones dolorosas, que también lo son para los defensores del derecho internacional conculcado, la alternativa que se ofrece –a una continuación de la guerra con más y más víctimas– es la búsqueda de compromisos tolerables.
La objeción es obvia: por el momento, no hay señales de que Putin vaya a prestarse a negociar. ¿No debería, solo por esta razón, ser forzado militarmente a ceder? Además, ha tomado decisiones que hacen casi imposible llevar adelante negociaciones con probabilidades de éxito. Porque con la anexión de las provincias del este de Ucrania, hizo cosas y cimentó afirmaciones que son inaceptables para Ucrania.
Por otro lado, tal vez esto fue una respuesta, aunque poco inteligente, al error de la alianza occidental de, deliberadamente, dejar desde el principio a Rusia en la incertidumbre sobre el objetivo final de su apoyo. Esa omisión dejó abierta la posibilidad de un cambio de régimen que Putin considera inaceptable. En cambio, el objetivo declarado de restablecer el statu quo al 23 de febrero de 2022 habría facilitado posteriores negociaciones. Pero cada parte quería desanimar a la otra fijando exigencias de largo alcance y aparentemente inamovibles. Estas no son condiciones promisorias, pero tampoco son desesperanzadoras.
Porque además de las vidas humanas que cobra la guerra cada día que pasa, aumenta el costo de los recursos materiales que no son reemplazables de manera ilimitada. Y para la administración de Biden, el tiempo corre. Ya esta sola idea debería sugerir lo urgente que resulta buscar enérgicamente un inicio de negociaciones y una solución de compromiso que no le dé a la parte rusa ninguna ganancia territorial más allá del periodo anterior al comienzo de la guerra, pero que le permita salvar las apariencias.
Dejando de lado el hecho de que algunos jefes de gobierno occidentales, como Olaf Scholz y Emmanuel Macron, tengan contactos telefónicos con Putin, el gobierno estadounidense, aparentemente dividido en este tema, tampoco puede mantener un papel formal propio de alguien ajeno al conflicto. Un resultado perdurable de las negociaciones no puede ser integrado al contexto de acuerdos de gran alcance sin Estados Unidos. Este interés es compartido por ambas partes en guerra. Esto se aplica a las garantías de seguridad que Occidente debe brindar a Ucrania. Pero también al principio de que el derrocamiento de un régimen autoritario solo es creíble y estable en la medida en que surja de su propia población, es decir, tenga apoyo interno.
En general, la guerra ha llamado la atención sobre una aguda necesidad de reglas para toda la región de Europa central y oriental que va más allá de los objetos de disputa entre las partes beligerantes. El experto en Europa del Este Hans-Henning Schröder, ex-director del Instituto Alemán de Política Internacional y Seguridad en Berlín, se refirió en el Frankfurter Allgemeine Zeitung del 24 de enero de 2023 a los acuerdos de desarme y las condiciones marco económicas sin los cuales ningún acuerdo entre los directamente involucrados puede lograr estabilidad. Putin podría hacer alarde de la mera predisposición de Estados Unidos para participar en tales negociaciones geopolíticas.
Precisamente porque el conflicto toca una red de intereses más amplia, no se puede descartar desde el principio que también sea posible llegar a una solución de compromiso que salve las apariencias para estas dos partes con demandas, por ahora, diametralmente opuestas.
Traducción: Carlos Díaz Rocca
Jürgen Habermas
Fuente: https://nuso.org/articulo/guerra-ucrania-habermas-occidente-rusia-putin/
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/guerra-ucrania-habermas-occidente-rusia-putin/
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