Lo primero que hay que decir es que el exministro Palacio tiene todo el derecho de plantear su solicitud en los términos en que lo hace, pues al fin y al cabo es su pellejo el que está en juego. Pero más allá de eso, hay que seguirle la pista a las razones que allí expone para que sea acogida favorablemente su solicitud.
La lógica que sostiene su argumento tienen dos vertientes: una, que lo que se hizo, el cohecho (sin que el exministro lo reconozca) de acuerdo con la sentencia condenatoria de la Corte, la cual cita de manera prolija, tenía el fin de reelegir al presidente Uribe para continuar su política de mano dura con las FARC, y la otra vertiente, que la política de Seguridad Democrática fue una catástrofe para la guerrilla y así lo documenta con declaraciones del expresidente Uribe, del presidente Santos (entonces Ministro de Defensa), de los propios comandantes guerrilleros y hasta de la recién liberada Ingrid Betancur.
Al unir esas dos vertientes el exministro Palacio intenta demostrar que la conducta sancionada por la Corte se inscribe dentro del conflicto armado porque dado el éxito de la Seguridad Democrática, la reelección de Uribe a la que le apostó el cohecho, por así decirlo, era un arma de guerra clave en la lucha contra la subversión.
El asunto planteado de ese modo deja en claro algunas cosas y suscita varios cuestionamientos. Las que deja en claro son el reconocimiento de la existencia misma del conflicto armado interno (negado por el uribismo, que siempre ha sostenido que lo que existido en Colombia es una amenaza terrorista) y la aceptación de los mecanismos derivados del Acuerdo de Paz como la Justicia Especial para la Paz (llamada por Uribe “justicia terrorista”) y la ley de amnistía que prevén la posibilidad de la libertad transitoria condicionada y anticipada para los agentes del Estado dentro del tratamiento especial diferenciado, simétrico, equitativo, equilibrado y simultáneo respecto de los miembros de la guerrilla desmovilizados.
Lo que no está tan claro es por qué el exministro Palacio no proclama de entrada su inocencia como siempre lo ha hecho; pues si mal no recuerdo lo que ha dicho es que su condena es parte de una persecución política por su pertenencia al gobierno de Uribe. La respuesta es sencilla, si proclama su inocencia estaría destruyendo el argumento de que la conducta por la que fue condenado tenga algo que ver con el conflicto armado y si reconoce su culpabilidad estaría aceptando los argumentos de la Corte Suprema al condenarlo.
Todo esto me lleva a considerar otro problema: ¿qué tan simétrico, equitativo y equilibrado resultaría el tratamiento a los agentes del Estado involucrados en delitos relacionados con el conflicto armado? En el caso de los guerrilleros para ser acreedores de amnistía, indulto y otros beneficios, además de no estar involucrados en crímenes de lesa humanidad y graves crímenes de guerra, deben desmovilizarse y entregar las armas, lo que implica el trueque de un tratamiento más benigno por el cese de la rebelión. Respecto de los agentes del Estado, además de no estar involucrados en graves crímenes como se les exige a los guerrilleros, no hay otra exigencia, pues, por ejemplo, no podrían renunciar a cumplir su misión profesional como la defensa de la nación y la simetría en el tratamiento no puede convertirse en una piñata de beneficios sin dar nada a cambio.
Es frente a este riesgo que hay una llave maestra que abre todas las puertas de la JEP: la verdad que una persona involucrada en el conflicto esté dispuesta a contar y el grado de responsabilidad que esté dispuesta a asumir son los supuestos que justifican un tratamiento punitivo más benigno donde no está considerada la cárcel con barrotes como en la justicia ordinaria. Ese es el precio que hay que pagar para obtener los “beneficios” de la justicia transicional. Sin ello el sistema de justicia creado para resolver la transición del conflicto se desmoronaría como un castillo de arena, porque en ese caso, se transformaría en una cantera en las que muchos tendrían asegurada su veta de impunidad.
La justicia transicional no puede operar bajo la lógica acusatoria de la justicia ordinaria, porque dada la dimensión del conflicto armado en el tiempo y en el espacio, la pluralidad de víctimas y victimarios y sus limitados recursos humanos y logísticos, no se puede pretender que frente a cada caso, investigue, acuse y venza en juicio, cuando además muchas de las pruebas se han erosionado, los protagonistas de los crímenes han muerto y la verdad ha huido de los hechos tal como sucedieron. Por ello es imprescindible la participación voluntaria de aquellos que deban responder por sus acciones en el conflicto o que tengan información relevante para esclarecer los casos. Pero la espontaneidad de su comparecencia solo será posible si hay las suficientes garantías de que los mecanismos previstos van a operar imparcialmente. De ahí el delicado equilibrio que debe guardar la Justicia Especial para la Paz: no puede ser luz verde para la impunidad ni tampoco espada de venganza contra ningún sector involucrado en el conflicto.
Creo que hay cierta confusión, incluso en muchos reputados analistas y abogados, al mezclar y a veces denominar equivocadamente verdad judicial y verdad histórica. La verdad judicial basada en el castigo no es posible ya en los términos tradicionales en que la ciudadanía la percibe y la exige. Más aún, esa verdad judicial queda subordinada dentro de la justicia transicional a los fines de la paz, tales como la reconciliación y la garantía de los derechos para todas las personas, en especial para las víctimas del conflicto.
La guerra enterró la verdad en las necesidades militares de sus actores, no sólo hay que exhumar los cadáveres en esa extensa geografía triste de la muerte, sino exhumar la verdad del foso de ocultamiento y mentiras en los que fue sepultada. La verdad histórica debe hacer la tarea de un dren para que salga el pus acumulado en tantos años de barbarie, necesitamos saber no tanto el qué sino el cómo, ser capaces de mirarnos frente a un espejo siniestro que quizás nos diga que no somos tan inocentes como pensamos. Necesitamos que sobre todo los jefes, los mandos, lo que daban las órdenes de vida o muerte nos cuenten cómo fue que la guerra se degradó en los términos en que lo hizo y que asuman de una vez por todas las responsabilidades políticas que les correspondan.
La balanza de la Justicia Especial para la Paz hallara el equilibrio necesario si en un platillo están los derechos de las víctimas y las necesidades sociales de la gente y en el otro una dosis adecuada de los mecanismos judiciales y extrajudiciales previstos en el Acuerdo de Paz.
Independientemente de las razones que asisten a los exministros de Uribe y de la respuesta que se dé a su solicitud de acogerse a la JEP e incluso de la incapacidad del propio expresidente de hacer una crítica razonable y desprovista de adjetivos descalificadores, lo cierto del caso, es que ya comenzaron a operar dichos mecanismos, cuya plenitud en el funcionamiento está condicionada a los filtros de los tres poderes públicos: El Acuerdo de Paz, la implementación legislativa y el control constitucional.
Sobre las ruinas del país que no fue, del país anegado en el lodo de la guerra, tal vez encontraremos todos juntos los caminos del país posible.
[1] Al parecer, en sentido similar, el exministro Sabas Pretelt y el exsecretario General de la Presidencia Alberto Velásquez estarían dispuestos a acogerse las reglas de juego de la Jurisdicción Especial para la Paz
Héctor Peña Díaz