Pero esta negociación es diferente, se hace en medio de una coyuntura sin igual: primero una tendencia empresarial y gubernamental creciente a reformar el salario mínimo mensual y llevarlo a pagos parciales por horas o días, incluso a diferenciarlo por regiones, es decir para que fluctúe de acuerdo con las tasas de desempleo. Segundo, una profunda crisis económica y social con muy pocos precedentes en la historia republicana, con un proceso de paz en ciernes y la evidencia clara de un mercado laboral caracterizado por la informalidad y la precariedad, siendo las mujeres y la juventud en quienes se evidencia la mayor vulnerabilidad.
Los principales economistas del establecimiento han salido a manifestar no solo la improcedencia de un aumento por encima de lo obligado por la Ley, sino que ya proponen como vía de emergencia la posibilidad de contratar por el 80% del salario mínimo mensual. Desde hace unos 20 años, el país ha venido soportando distintas reformas a los mercados de trabajo que han deteriorado las condiciones laborales y de ingresos en Colombia. Además se ha pretendido demostrar con modelos sofisticados como el empleo se habría deteriorado aún más si las reformas, que llevaron a deteriorar el trabajo y el ingreso, no se hubieran hecho. Claro, es casi que evidente que si se parte de que es el precio del trabajo el que dinamiza el mercado, pues la lógica de las reformas está planteada para el éxito, pero lo real, la evidencia empírica, muestra que el mercado de trabajo está lejos de corresponderse con el principio neoclásico de precios y cantidades. No en vano, la exministra del trabajo Clara López tituló su reciente columna como “Son los salarios, ¡estúpido!”
El otro contrasentido se refiere a los montos, a los ingresos, a la capacidad de gasto de las familias y los hogares. No se entiende, y no es solo un tema de racionalidad económica, cómo los gremios empresariales, particularmente la Andi y Fenalco, cuyos asociados dependen de las compras en el mercado interno, prefieran tener la capacidad de gasto a la baja y, tal vez lo peor, que opten por las importaciones como la razón de ser de sus procesos productivos o de comercialización, ¿a qué país le apuestan? ¿Cuál es el proyecto de nación que tienen? Es innegable el alto esfuerzo que implica hacer empresa en este país y más aún generar y mantener los empleos, de eso no se duda, pero no lo es este modo de actuar que contradice completamente los más mínimos principios económicos pero también de humanidad y de dignidad.
Así que hoy más que nunca, la necesidad de aumentar la capacidad de gasto de las personas se tiene que convertir en un propósito de nación. La idea de una reactivación económica sin dinamizar el gasto público y privado será un fracaso que nos puede conducir a nuevas y peores caídas económicas. Pero ha sido en vano, las ideas de un ingreso de emergencia a los hogares no han sido posible y el Gobierno insiste en que los escasos subsidios brindados son suficientes para atender la desgracia que es el no tener trabajo ni posibilidades de acceso a la canasta de alimentos y a los bienes básicos. Pero también desaprovecha la oportunidad de mejorar las condiciones de vida de la población en un país donde, de acuerdo con el DANE, el 63.8% de la población trabajadora gana menos de un salario mínimo, el 24.8% entre 1 y 2 salarios y el 11.4% más de dos salarios mínimos mensuales vigentes. En otra perspectiva, el 43.3% de los hogares gana menos de un salario. De esa dimensión es nuestra pobreza pero también nuestra desigualdad.
La tecnocracia se ideó una formula de aumento del salario mínimo que tiene dos componentes, uno inflacionario, que ha venido a la baja, más aun con la crisis de demanda actual; y otro que se refiere a la productividad, una extraña medición que no ha encontrado un punto de acuerdo ni siquiera al interior de la misma ciencia económica, así que no se tiene ni claridad conceptual ni mucho menos capacidad de medición, convirtiéndose en solo una cifra que no dice mayor cosa de lo que pasa en realidad en una economía de pequeñas e informales empresas y de una alta informalidad laboral. La medición de la productividad es una caja negra, nadie sabe que hay adentro dice Jorge Iván González.
Así que poco de economía tiene la negociación, parece entonces que si de ideología, en realidad de política, es en ese terreno que se deberá establecer el salario mínimo. Y es allí donde las centrales obreras han propuesto llegar a un millón de pesos (un incremento del 13.92%) junto a otras medidas para aquellos trabajadores y trabajadoras que están en la informalidad, como es la urgencia de una renta básica, que contribuirían sin duda a paliar las afugias sociales de los y las colombianas.
Los empresarios han puesto sus cartas sobre la mesa, un aumento del 2%, demostrando que el tema de productividad es innecesario y reconociendo la inflación más 0.3%. El gobierno solo ha atinado a decir que la ley obliga a que sea como mínimo la inflación. Con las poblaciones confinadas y la protesta social paralizada por el temor a las armas y al virus, no hay que esperar entonces un acuerdo; son de entrada prácticamente 12 puntos porcentuales de diferencia que significan $104.641pesos mes; tampoco se deberá esperar que el Gobierno que probablemente deberá decretar el aumento, sea generoso. Incluso Anif envió un nuevo mensaje: un aumento por encima del 4% daría al traste con la reactivación económica. Así que todo indica que el aumento estará entre el 2% y el 4%
El incremento del mínimo tiene un componente adicional que parece ya incluso toma tanta relevancia como el propio salario, y es que se ha convertido en un precio de la economía, con base en él se incrementan una gran cantidad de bienes y servicios indexados a este aumento. Así que el incremento no solo molesta a empresarios también al público que ve como los precios de muchos bienes y servicios se incrementan automáticamente. Esto debería eliminarse y hacer de la inflación el factor único de indexación.
El salario mínimo cada vez se hace más impopular, parece que en la misma proporción que compra cada vez menos, de hecho diversos estudios, por ejemplo del profesor Estaban Nina de la Javeriana o de Educar Consumidores plantean que la canasta para un hogar en Colombia en sus componentes alimenticios básicos está en 1.6 salarios mínimos y si se toma de manera completa puede llegar a 3 salarios mínimos. Y todo esto está por encima del millón de pesos que plantean las centrales.
Y cuando se piensa en estos procesos de salario mínimo y su negociación, frente a su incidencia en el campo colombiano el asunto se torna más complejo aún. Solo el 14% de las y los trabajadores en la ruralidad son formales (datos de la SAC, la OIT dice que es el 12%) e incluso el gobierno sigue alentando el proyecto de ley que impulsa el jornal diario integral. Es decir, el mínimo difícilmente llega a las zonas rurales del país y el gobierno junto a los empresarios persisten en llevar el pago a días o por horas. Las y los trabajadores del campo requieren de una consideración especial del país, una renta básica campesina que aliente la productividad del campo y favorezca este tipo de producciones, garantizando su viabilidad y permanencia. Si la vida en el campo es posible, seguro que se hacen viables las producciones y la seguridad alimentaria de este país.
Mientras tanto seguimos sin un proyecto de nación, sin la voluntad de concertar, deteriorando las condiciones de vida de la población rural, de las y los trabajadores en general que no alcanzan a disponer de los medios de subsistencia básicos para garantizar una adecuada existencia. Un país que está dejando el grueso de las empresas, que son micro y pequeñas, al vaivén de los acontecimientos, y a su gente a la gracia divina. Todo es ilógico, sin demanda, sin un gasto robusto no habrá empresas, o serán mínimas y pequeñas, además la gente terminará sumida en la más absoluta pobreza.
Por esto una renta básica sería la solución a diversos temas, no solo de pobreza, de demanda agregada, de capacidad de consumo de las familias, sino que podría ser un camino para garantizar la solvencia financiera y la viabilidad de los sistemas de protección social. Con una renta garantizada y la protección social pudiendo ser universal, el salario mínimo si que podría desaparecer. Pero mientras aquello no ocurra, un salario mínimo digno y suficiente será una justa reivindicación de la población trabajadora y una aspiración para la población informal.
Si el Gobierno y el país en general quieren una reactivación económica exitosa, esta tendrá que pasar por la generación de empleos formales de emergencia, fundamentados en obras públicas y en servicios comunitarios; en el apoyo robusto y decidido a las empresas y en un salario mínimo que proteja el consumo de los hogares, un salario digno que se corresponda con las garantías de vida para las familias. La búsqueda de competitividad a través de la precarización del trabajo y de los salarios solo nos conducirá al fracaso económico y social como país.
Jaime Alberto Rendón Acevedo, Director Centro de Estudios e Investigaciones Rurales, Universidad de La Salle
Foto tomada de: Valle Hoy
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