A nivel de la Constitución, desde 1986 prácticamente no hemos tenido dos elecciones seguidas con las mismas reglas de juego. De allí hacia acá, nos inventamos la elección popular de alcaldes, luego las reformas mayores de la Constitución del 91 resumidas en la implantación del multipartidismo, luego toda una serie de reformas para revertir lo que se vio como excesos del 91: el umbral, la cifra repartidora y las listas únicas (pero abiertas) en 2003, luego la reelección en 2005, un umbral más alto en 2009, luego quitamos la reelección en 2015, más toda una serie de medidas complementarias que será ocasión de analizar en otro momento. Cambiamos la Constitución (lo que implica un trámite no sencillo) a cada rato, pero no la ley (un trámite más fácil) sobre el procedimiento, en principio elemental, del voto.
En contraste con este impulso constituyente, desde 1986 no actualizamos el Código Electoral, o sea, la ley que dice cómo se vota en Colombia. Como es una ley, implica solo la mitad de los debates y el trámite que implican las sucesivas reformas constitucionales, y aun así, los colombianos no hemos sido capaces de modernizar la ley electoral en más de 30 años.
Numerosos proyectos de ley en este sentido se han hundido a lo largo de las décadas, pero hoy (en noviembre de 2020) se dio un sorpresivo paso cuando las comisiones primeras conjuntas del Senado y la Cámara, impulsadas por un mensaje de urgencia del Gobierno, aprobaron un proyecto de Código que se sospechaba que podía estar destinado a los archivos, igual que sus predecesores. Aunque aún faltan los nada fáciles debates de las plenarias, es un buen momento para reflexionar sobre el Código Electoral, los problemas que nos conlleva haber estado todo este tiempo bajo normas anacrónicas, y los desafíos que implica su modernización.
El Código del 86: la pérdida de la confianza
Suena demasiado viejo. Parece una referencia a la Constitución de 1886 decir que la ley de las elecciones en Colombia fue escrita en 1986. Antes de que naciera la mayoría de los colombianos. Antes de la constitución vigente.
Más allá de las buenas intenciones y el buen tino que en su momento tuvieron Jaime Castro y Belisario Betancur para escribir esta ley (que en realidad es un Decreto-Ley presidencial, el 2144), es ridículo que entrado el siglo XXI sigamos haciendo las elecciones bajo estas normas.
El código electoral de 1986 fue pensado para hacer las elecciones en un país sin energía eléctrica, con paupérrimas carreteras, sin medios de telecomunicaciones más avanzados que el teléfono, que apenas llegaba a la cabecera municipal de no todos los municipios. En un país donde todo había que hacerlo en papel y a máquina, sin computadores, sin fotocopiadoras, mucho menos celulares. Es un código supremamente garantista para un proceso tan delicado: votar y contar los votos de millones de ciudadanos que deciden quién controla los recursos del poder público. Por ello contempla muchos ojos y muchas instancias en las que los abogados, los especializados en el correcto procedimiento y la autenticidad de los documentos, pudieran imponer recursos y exigir verificaciones del conteo y la suma de los votos.
Pero conforme la sociedad colombiana ha cambiado y la tecnología ha evolucionado, buena parte de estas normas ha caído en absurdos. No es que las elecciones deban contar con la más avanzada tecnología per se. En un país como Dinamarca se vota a mano, en papel, y se marca el voto con un lápiz borrable. Cualquier sistema es legítimo desde que sea práctico y, sobre todo, desde que haya confianza en él. El absurdo está precisamente allí: el garantista Código del 86 hoy ha caído en vacíos y zonas oscuras que hacen que la ciudadanía y los mismos políticos desconfíen del sistema electoral.
El código dice cómo se vota y cómo se cuentan y suman los votos. Pero el vidente código pre-constitucional estipula onerosos procedimientos de los que derivan cosas como el famoso formulario E-14, el del escándalo de los números de la Registraduría en 2018. Si bien no se trató de un fraude (como lo creen muchos a pesar de que la misma MOE lo desmintió), este episodio fue el resultado de tener que poner a los jurados en las más de 100.000 mesas de votación del país a llenar a mano tres veces el mismo formulario con la cantidad de votos de cada candidato o partido, contabilizados a mano y dictados en voz alta por otros jurados. Digitar tres veces el mismo número de un formulario lleno de números, siguiendo el dictado de otros que cuentan a mano bien o mal, después de toda una jornada de atender votantes, es un paso innecesariamente complicado, que invita a errores.
Así mismo, del Código del 86 se deriva que los números digitados a mano por los 100.000 jurados luego tengan que ser nuevamente digitados a mano en unos 2.000 computadores, correspondientes a las “comisiones escrutadoras”, donde durante semanas se sientan un par de jueces o notarios (o, a su falta, “personas de reconocida honorabilidad”, según reza el Código), junto con alguien de la Registraduría, un digitador y un soporte técnico, todos merodeando alrededor del computador que lleva la cuenta de los votos.
En este punto alguien puede preguntarse de dónde salió un computador en el procedimiento, si dijimos que el Código es de la Colombia de 1986. Pues bien, acá es donde la ley electoral se pone interesante. Porque, a falta de nuevas leyes, la Registraduría ha tenido que modernizar el proceso por medio de actos administrativos, tratando de mantenerse dentro del marco de la atrasada ley, pero integrando las nuevas tecnologías. Esto nos ha llevado a un oscuro campo de tecnologías electorales implementadas dentro de vacíos legales.
Hoy en día la Registraduría organiza las elecciones a través de un sistema híbrido, en el que se contrata con terceros (con empresas privadas) tanto los servicios logísticos (el transporte, la impresión de papelería, los cubículos de cartón, las urnas, etc.) como servicios tecnológicos que, a su vez, son subcontratados con otros terceros expertos en temas de tecnología: el software de biometría para reconocer las huellas digitales y contrastarlas con las bases de datos de la Registraduría; las máquinas de biometría; la app para consultar información de quién vota dónde; el software que publica los boletines del preconteo y computa los resultados no oficiales a partir de uno de los E-14; el software que escanea otro de los E-14 y les reconoce los caracteres para hacer otra base de datos de resultados (que no se usa para nada); el software para que las 2.000 comisiones escrutadoras digiten a mano nuevamente los resultados de otro E-14 y hagan, ahora sí, la cuenta con valor jurídico, porque en este caso el software emite actas; el software para consultar en internet una u otra copia escaneada del E-14 o de algún otro formulario. En resumen organizar las elecciones implica distintos software, integrados a distintas partes del complejo proceso electoral, otorgados por contrato directo a distintas (aunque muchas veces las mismas) empresas, que a su vez subcontratan con terceros desconocidos la integración de la tecnología al proceso electoral.
La forma en la que la Registraduría ha tenido que modernizar la organización de las elecciones (a falta de leyes que le den mejores lineamientos) implica una alta privatización de las elecciones y una pérdida de control. Cuando la Registraduría le exige algo a un contratista, este descarga la responsabilidad en un sub-contratado, y este a su vez en otro, y se disuelve la vigilancia y control sobre nada menos que el conteo de los votos, la célula de la democracia.
En otros países del mundo, por ejemplo en Costa Rica, hay toda una sección de la “registraduría” dedicada al desarrollo de las tecnologías digitales necesarias para llevar a cabo las elecciones.
Además, con tanto software y tanta base de datos generando resultados electorales deberían haber integrado los análisis estadísticos mínimos, que permitan detectar errores, y sobre todo fraudes, en la simple aritmética de los resultados electorales. Pero no hay contraste de bases de datos, hay mínimas sumas, restas y comparaciones para detectar si alguien está inflando o desinflando votos, y como dijimos, el sistema de verificaciones del Código del 86 está hecho para abogados, no para las máquinas y menos para los ciudadanos. Los software de escrutinios generan gigabytes de documentos en PDF con el registro de quién digita y qué digita en los escrutinios, pero los PDFs no permiten el reconocimiento de caracteres, hay que leerse decenas y centenas de hojas como si fueran papel para encontrar si alguien cometió un error o una ilegalidad, algo que la calculadora de un computador podría detectar en un segundo.
Este es el tipo de cosas que hacen oscuro y misterioso el sistema electoral. La ciudadanía es feliz porque ve los resultados de las elecciones en el noticiero a las 7:00 de la noche del día de las elecciones. Pero esto que ve, llamado el Preconteo (y hay que reconocer que Colombia tiene uno de los mejores sistemas de Preconteo del continente, si no del mundo), no son los resultados oficiales y legales de las elecciones. Son un conteo rápido (eficiente) de los votos. Pero el conteo legal es más ineficiente y más oscuro para la ciudadanía por los mencionados procedimientos onerosos que lo rodean.
Es inaudito que las elecciones del Congreso sean en marzo y que el conteo de los votos se extienda hasta cuatro meses, muchas veces hasta la noche antes del inicio del nuevo Congreso el 20 de julio. Inaudito para la ciudadanía, que no se entera, pero eso pasa, y frecuentemente. Es increíble que por este tipo de errores cometidos en la hibridación entre el papel y los software, todo un partido político haya sido declarado injustamente como perdedor de las elecciones. Es el caso del MIRA en 2014, que por poco pierde su personería jurídica porque se contaron mal los votos, además de que durante cuatro años se le negaron sus tres curules en el Senado. El Consejo de Estado tuvo que corregir las malas cuentas de la Organización Electoral en febrero de 2018: ¡tres años y 11 meses después de las elecciones de 2014! Escandaloso.
Es por este tipo de cosas que hay que actualizar el Código Electoral y es también por ello que parece extraño el que no se haya actualizado en más de tres décadas. Claro que no es difícil imaginar que los políticos elegidos con este sistema (los congresistas), no tengan mucho interés en reformarlo, si ya saben ganar con él. Pero ya que parece tener impulso una nueva idea de código, vale la pena pensar hacia dónde vamos.
El Código del 2020: ¿confiamos en la tecnología?
Los últimos dos registradores nacionales, Juan Carlos Galindo y Alexander Vega, han hecho el trabajo juicioso de redactar un nuevo código, pero sobre todo, de consultarlo con distintas entidades del Estado como los entes de control y con el Gobierno. Tras un acuerdo, ahora queda lograr el apoyo nada más y nada menos que de los congresistas.
El actual Registrador ha promovido el proyecto de código con la bandera de que es hora de implantar el voto electrónico en Colombia. Desde cierto punto de vista parece un chiste, pues la Constitución desde 2003 y, sobre todo, otra ley estatutaria (la 1475), desde 2011, ya estipularon que desde 2014 Colombia debería tener implementado el voto electrónico, y no sucedió. No por falta de diligencia de la Registraduría, sino de los partidos políticos que tenían que acompañar este proceso. Así que meter eso en una nueva ley no necesariamente cambia mucho. Pero en cualquier caso se reconoce el gesto político del registrador Vega, impulsando este código con el mensaje de la modernización.
El Código que aprobaron las comisiones primeras conjuntas de Senado y Cámara es un buen texto en general. Un reflejo de su preparación es que la mitad de los 260 artículos del proyecto fueron aprobados en bloque por las comisiones primeras conjuntas de Senado y Cámara, sin que se les propusieran reformas. La otra mitad fue objeto de cambios positivos y que en general contaron con el consenso de las distintas fuerzas políticas del Congreso. El nuevo código elimina anacronismos e incluye, en efecto, modernizaciones y simplificaciones necesarias para el proceso electoral. De forma sorprendente, los congresistas no están intentando meter los aberrantes micos que le suelen meter como lastre a las reformas políticas (constitucionales) hasta forzar su hundimiento.
Ante temores muy justificados sobre la seguridad del voto electrónico (que en realidad puede significar un sinnúmero de métodos distintos), el Congreso ha moderado las ambiciones del registrador Vega de implantar un método muy dependiente de las máquinas. No obstante queda la puerta abierta para avanzar en la implantación de nuevas tecnologías con mejor control.
De cara a los debates que se vienen en las plenarias, nos enfocamos en elementos faltantes o preocupantes, para aportar elementos útiles tanto a congresistas como a la ciudadanía que sigue este proyecto.
Entre las cosas preocupantes, el nuevo código crea aún más burocracia que el Registrador puede designar a dedo (un nuevo registrador para cada municipio del país), sin tocar el olvidado tema de la carrera administrativa de la Registraduría, que por orden judicial debería existir desde hace más de una década, pero todos los registradores y los sindicatos de la registraduría se hacen los de la vista gorda todo el tiempo, y al parecer los congresistas no se quieren meter allí tampoco.
El código podría avanzar, pero hasta ahora no lo hace, en cerrar boquetes a la transparencia de las elecciones, como la fortaleza administrativa del Consejo Nacional Electoral (que es la máxima autoridad electoral pero es una burla administrativa), o mecanismos de control a la financiación de las campañas electorales (que es otra burla a la democracia). El código menciona la Ventanilla Única Electoral Permanente por medio de la cual el Ministerio del Interior viene haciendo el trabajo que deberían hacer los partidos políticos para verificar si los candidatos que avalan tienen sanciones, condenas o investigaciones de las autoridades. Ya que los partidos son irresponsables y no lo hacen, descargan la responsabilidad en el Estado.
El nuevo código podría ir más allá de mencionar esta ventanilla y vincularla, como es el espíritu de la iniciativa, a las nuevas tecnologías. El Ministerio del Interior se queda corto pidiendo folios y revisando papeles para saber si los 2.500 candidatos al Congreso o los más de 100.000 candidatos de unas elecciones locales son, o no, criminales tratando de acceder al poder. No vendría mal digitalizar el proceso y fomentar la cooperación institucional en la elaboración de bases de datos que permitan saber quiénes son los candidatos, y no solo al Ministerio del Interior y los partidos, eso es algo que, por un principio básico de transparencia democrática, también debería saber la ciudadanía.
El código también debería avanzar más en el no menor asunto del cómputo de los datos (lo que los colombianos conocemos como el “escrutinio”). Ya mencionamos que hay cientos de miles de jurados (con todo tipo de capacidades prácticas, lógicas y aritméticas) contabilizando a mano los tarjetones, haciendo sumas y escribiendo en papel, tras de todo, tres veces el mismo resultado en los tres E-14. Sin duda el cómputo de los votos puede volverse más práctico, y recibir una mano de la tecnología. Ya es un avance que las proposiciones de los congresistas avanzaron en tener un solo E-14. La ayuda necesaria de parte de la tecnología no es necesariamente para hacer la suma oficial de los votos, porque es verdad que puede dar más confianza el ser humano, a la vista y el escrutinio de todos (valga la redundancia), que una máquina programada quién sabe cómo, que al final es una caja negra que nadie sabe ni entiende cómo funciona. Pero sí puede ayudar la tecnología a analizar los resultados de las sumas y escrituras humanas y detectar los miles de errores que efectivamente se cometen, y más aún, los cambios malintencionados.
Finalmente, como mencionamos antes, los avances tecnológicos que se han venido implementando a la organización de las elecciones han llegado de la mano de una oscuridad legal. El Código del 86 no establece reglas claras de qué debe hacer la Registraduría y qué debe contratar con privados, menos aún en asuntos tan delicados, como los software diseñados para procesos electorales. El código del 2020 tampoco lo está haciendo. Mencionamos que las tecnologías han llegado a un proceso electoral ya tercerizado y privatizado, y han ahondado en la privatización. Ningún colombiano hoy conoce cuáles son las empresas que programan los software con los que se contabilizan sus votos y se redactan las actas oficiales de su voluntad democrática. El nuevo código debería, o darle esta función de lleno a la Registraduría, o proveer de mayores poderes de control y vigilancia a la Registraduría sobre los terceros que contrata y subcontrata, y más aún, a quienes controlan al Registrador. Pues asignar a dedo los millonarios contratos de la organización de las elecciones es una responsabilidad que, por lo menos, requiere de un mayor escrutinio sobre el encargado de diseñar y otorgar esos contratos.
No se debe perder de vista que el nuevo código debe garantizar la confianza ciudadana sobre el voto y su conteo, pero también sobre quién organiza las elecciones, llámese la Registraduría, o llámese los terceros que contrata el Registrador.
Con dos debates por delante, y con un Congreso impulsado en su actividad legislativa en estos tiempos de virtualidad, es mucho lo que se puede mejorar aún de un proyecto que ya es bueno. Esperemos que los ojos vigilantes de la ciudadanía y de todas las fuerzas políticas lleven a buen término un nuevo código electoral, y se mantengan permanentemente sobre la correcta y transparente organización de las elecciones y el funcionamiento de la democracia.
Eliécer Cuervo Ramírez
Foto tomada de: https://www.ecospoliticos.com/
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