Conocí a Juan Guillermo en los primeros años de la década del setenta en Puerto Boyacá, donde crecí, cuando este era una aldea de veinte casas de barro y caña brava, un Macondo en la mitad del Magdalena, que recibió emigrados de todas las regiones de Colombia atraídos por la hojarasca del petróleo, cuando en su condición de Secretario regional del MOIR, articulaba, desde La Dorada, los esfuerzos en el Magdalena Medio para organizar una alternativa revolucionaria opuesta a los desmanes de las FARC en todo el territorio nacional y del Partido Comunista que patrocinaba la nefasta combinación de todas las formas de lucha que, posteriormente, bajo el paraguas cómplice del Estado colombiano y la emergencia del narcotráfico, propició la sarracina que se vivió en todo Colombia y que se ensañó especialmente contra la Unión Patriótica.
Éramos jóvenes entonces, civilistas y democráticos, insuflados por ideas que creíamos podrían redimir a Colombia de su condición de atraso y de pobreza. Y esa ilusión valedera nos llevó a las huestes del Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, MOIR, un partido que por esos años ilusionó hondamente la juventud colombiana y lo mejor de esa generación nutrió sus entrañas.
En un momento dado el partido al que le dedicamos lo mejor de nuestros años tuvo congresistas, concejales en Bogotá, Medellín, Cali, y en numerosas ciudades intermedias, diputados en las dumas de los más importantes departamentos, que le avizoraban un futuro prometedor en la política colombiana.
Después se desinfló, producto de sus propios errores y dogmatismos. Sin embargo, hoy sigue en la brega, desde sus distintas y minoritarias tendencias, aportando al debate de las ideas en el país. Jorge Robledo es un reconocido Senador de la República y Yesid García entró a reforzar en ese recinto las voces democráticas y progresistas. Igual que Jorge Gómez en la Cámara de Representantes.
A lo largo de los años, muchos de quienes le apostamos a esa esperanza nos apartamos de sus orientaciones y seguimos por nuestros propios caminos, pensando en cabeza propia, embarcándonos en diversos proyectos sin renegar de nuestros valores democráticos y de la idea de que la nación colombiana necesita de un cambio de rumbo que la habilite para superar los inmensos retos que implica el mundo de hoy.
Juan Guillermo, con todo el inigualable y portentoso entusiasmo que le dedica a las causas cuando está convencido de ellas, se entregó como un cruzado, sin darse tregua, a la causa ambiental, convirtiéndose -a base de denodados estudios en todas las fuentes del pensamiento, que lo han llevado por diversas partes del mundo para comprender las ultimas causas del desastre ambiental que amenaza la supervivencia del hombre sobre el planeta- en un destacado científico.
Su agitada actividad diaria que empieza muy temprano en la mañana y termina tarde en la noche, si no empata con la madrugada del otro día, no le ha permitido dejar en texto sus enciclopédicos conocimientos que pasan por la antropología, la astronomía, la geología, la economía, la sociología y la historia de Colombia y del mundo que bien vale la pena legar a las generaciones futuras que, sin duda, encontrarían allí fuente de conocimiento, compromiso, consecuencia, inspiración y trabajo.
Leer un libro que haya pasado por el cedazo de la cultivada y memoriosa mente de Juan Guillermo se convierte en la proeza de leer dos libros en simultaneo, porque está rayado en todas direcciones, entre líneas, al doblez de la hoja, con sus propias apreciaciones y teorías. Es, en la práctica, el libro que nos debe.
La última vez que me vi con él, en el Museo del Río, fue hace solo unas pocas semanas en compañía de las gentes del periódico La Palabra de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle que en ocasión de sus treinta años de fructífera labor intelectual decidió volcarse al estudio de la cuenca Magdalena-Cauca.
Allí, Juan Guillermo se demoró un día explicándonos las formaciones geológicas del valle medio del Magdalena y su relación con el actual curso del río que se moldeó a lo largo de milenios, en la flecha del tiempo de la geología y que adornan a Honda, emergidas del fondo del océano que alguna vez cubrió esta tierra, elevándonos al cosmos para aterrizarnos en esta región del jazz y del bambuco, de una ciudad caribe en medio de Yuma, en una disertación brillante y abrumadora.
En el entretanto, Juan Guillermo sufrió en carne propia las difíciles circunstancias que viven los colombianos en ciertas regiones de Colombia, donde puede decirse, sin exageración, que la vida es un milagro y que conservarla, sin traicionarse a uno mismo y a sus convicciones, implica dosis de enorme inteligencia, valentía y audacia.
A los muy tempranos 12 años quedó huérfano porque su padre, un esforzado campesino antioqueño que abandonó la comodidad de la ciudad para labrarse un futuro para él y su familia en las montañas de los alrededores de Puerto Triunfo, cayó asesinado por la época de la irracional violencia liberal-conservadora que vino del otro lado del río.
A los 13 años, en Medellín, fue expulsado del colegio porque confrontó a los profesores alrededor de la teoría de la creación con las afirmaciones de Darwin. Esa osadía le costó, en la Antioquia de entonces, ultra goda e intolerante que poco ha cambiado desde aquellos agitados días, volver a la finca a despejar monte.
Un incendio que casi lo consume a él y a su hermano, José Tulio, quien murió en un accidente de avioneta, quemando el rastrojo producto de su labor y la de sus trabajadores, produjo en él grandes reflexiones. Mientras escapaban del infierno que habían creado, Juan Guillermo vio como miles de criaturas salvajes, ciervos, zorros, ocelotes, sucumbían ante las llamas. Fue una visión que cambiaría su vida. Desde aquel caos, su obsesión son los libros. Y a posteriori, la naturaleza.
En su trasegar le tocó enfrentar las tropas irregulares de distinto signo, que, ante la ausencia del Estado, coparon el territorio, inundándolo de sangre. Fue secuestrado por los bárbaros del ELN al que se le voló en las barbas, en una acción intrépida y arriesgada. Después los buscó para solucionar el impasse y salvar su vida y los confrontó de forma valiente y lúcida.
Eso le costó la desconfianza de los otros bandos armados que imponían su orden en el área y en varias ocasiones fue amenazado de muerte. Sobrevivió gracias a su vida limpia, transparente, su lucidez y su valor.
Fue periodista. Con su Productora de Televisión Iris producciones produjo un documental sobre el desastre anunciado de Armero que le valió premios internacionales. Hoy se dedica a la reserva ambiental de Rio Claro, en honor de su hija, María Isabel, una ferviente conservacionista, la flor más bella y delicada de su jardín, quien se suicidó a los 18 años.
En su honor se levanta la Reserva Ambiental de Rio Claro, en Antioquia, cerca del río, en inmediaciones de Puerto Triunfo, un santuario natural con laboratorios de investigación donde recalan inquietos científicos de la tierra, nacionales e internacionales, preocupados por la naturaleza y el destino del hombre. Una naturaleza avasallada al borde del colapso y con ello la civilización humana, tal como la conocemos.
El estrecho espacio de estas páginas no alcanzan a abarcar la zaga de esta vida ejemplar dedicada al servicio de los demás. Una vida de película.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: Boyaca Radio
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