En Francia existe la tendencia de echar la culpa a los otros. La visión oficial es que nuestro joven y dinámico presidente ha puesto sobre la mesa innovadoras propuestas para la reforma de la Eurozona, su presupuesto y su parlamento. Pero la desdicha es que nuestros vecinos son incapaces de considerarlas y responder con la misma audacia gálica.
El problema con esta superficial teoría es que esas celebres propuestas francesas son simplemente inexistentes. Nadie es capaz de escribir tres sencillas líneas explicando qué impuestos comunes financiarán ese presupuesto, quiénes serán los miembros de la Asamblea de la Eurozona que ejercerá esta nueva soberanía fiscal, etc. Si quieren asegurarse, solo pregunten al su amigo favorito pro-Macron, o, si no tienes ninguna –nadie es perfecto- escribe a tu periódico favorito.
Es casi como que los revolucionarios de 1789, en vez de establecer la Asamblea Nacional permitiendo que todos los privilegios se abolieran inmediatamente y crear un nuevo sistema fiscal, hubieran anunciado solo que sería una buena idea tomarse una pausa para reflexionar sobre la creación de una comisión para considerar un plan a largo plazo que salve el Ancien Régime. Es la diferencia entre hacer algo y simple retórica.
La verdad es que las propuestas francesas son tan imprecisas que se abren a casi cualquier interpretación. Este es precisamente el problema: todos los discursos los nacionalistas y antieuropeos pueden fácilmente oponerse a esas propuestas poniendo en ellas lo que quieran. Hoy es fácil criticar la reticencia de Angela Merkel, y la verdad que su respuesta a las “propuestas francesas” es más que vacilante. La última versión es que parece que estaría de acuerdo con un presupuesto de inversión para la Eurozona con la condición, sin embargo, de que fuese ridículamente pequeño (menos del 1% del PIB de la Eurozona).
Obviamente, en todo esto no hay ni mención al sistema de impuestos común capaz de financiarlo (tanto es así que corremos el riesgo de vernos reciclando proyectos de inversión que ya hemos realizado o anunciado hacer, con importantes dosis de “contabilidad creativa”, como con el plan Juncker).
Y claro, no hay mención a la sumamente importante democratización de la Eurozona. La única propuesta hecha por Merkel es la de cambiar el nombre al Mecanismo de Estabilidad Europeo (ESM) el cual se convertiría en el “Fondo Monetario Europeo”; esto demuestra bastante claramente la visión hiper conservadora. Es una cuestión de aplicar el modelo de gobierno del FMI a Europa, en otras palabras, gobierno detrás de puertas cerradas, pilotado por los ministros de finanzas y la tecno-estructura. Esta es la antítesis de la pública, democrática, parlamentaria y confrontada discusión que debe siempre tener la última palabra. Es muy triste ver que Merkel y Alemania han acabado ahí, treinta años después del fin del comunismo y de la constancia de sus opacos procederes burocráticos.
Pero es muy fácil criticar la reticencia de Merkel. Es momento de que la prensa francesa entienda que ella simplemente responde a la timidez de Macron. El hecho es que ellos comparten el mismo conservadurismo. En el fondo, estos dos líderes no desean hacer ningún cambio fundamental en la Europa de hoy en día porque sufren del mismo tipo de ceguera. Ambos consideran que sus dos países van bastante bien y que ellos no son responsables de los altibajos de la Europa del Sur.
Al hacerlo, corren el riesgo de socavar todos sus esfuerzos. Tras haber humillado a Grecia en 2015, cuyo gobierno de “extrema izquierda” quizás no fuese perfecto, pero que tuvo al menos la virtud de promover valores de solidaridad hacia los más pobres y los inmigrantes, Francia y Alemania se encuentran ahora en 2018 con la extrema izquierda en el poder en Italia. La única cosa que mantiene a este gobierno es la hostilidad hacia, y una búsqueda activa de, extranjeros, todo lo cual ha sido facilitado por el efecto de las reglas Europeas.
La dificultad ahora es cómo salir de este impase. El dilema es que un buen número de líderes alemanes y de Europa del Norte han explicado durante años a sus votantes que todos los problemas en Europa eran causa de las perezosas gentes del Sur. Esa gente estaba celosa de su dinero y todo lo que se requería era ponerlos a trabajar y a exportar como los alemanes o los holandeses y todo iría bien.
Desde el punto de vista económico, estos discursos son tan ridículos como los realizados por el Frente Nacional en Francia o la Liga en Italia (ya que ningún país en el mundo podría absorber un superávit exportador como el alemán pero generalizado a nivel de todo la Eurozona). El hecho es que el miedo a la transferencia dentro de la unión –(o como dicen los alemanes “Transferunion”)- impide cualquier debate.
Para superar este problema, se tendría que garantizar que el futuro presupuesto de la Eurozona, financiado con un impuesto común sobre los beneficios empresariales y sobre las mayores rentas y propietarios, votado por una genuina asamblea democrática y que beneficiase a cada país en proporción a su contribución fiscal (con transferencia netas limitadas al 0,1% o 0,5% del PIB).
La intrínseca visión nacional de solidaridad es totalmente insatisfactoria, pero en el fondo este no es el aspecto más importante: el objetivo ante todo es permitir al poder público europeo gravar a los actores económicos más poderos al menos tanto como a los pobres a fin de invertir en el futuro y reducir la desigualdad en cada país. Debatamos sobre Europa y forjemos el futuro.
es director de estudios de la EHESS (École des Hautes Études en Sciences Sociales) y profesor asociado de la Escuela de Economía de París, además de autor de reciente y fulgurante celebridad por su libro El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014).
Fuente:
http://piketty.blog.lemonde.fr/2018/06/12/the-transferunion-fantasy/
Traducción:
Ayoze Alfageme
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