En línea con el argumento de Lozano, uno podría decir que el pecado original de la izquierda fue haber nacido restando y dividiendo militancias, en vez de sumando y multiplicando el número de ciudadanos empoderados. De 1848 hasta ahora la historia es harto conocida. No se la tengo que contar a nadie. Me limito a referir el siguiente titular de hace dos meses del periódico italiano Il Fatto Quotidiano: “Livorno, en el centenario del Pci [Partido Comunista Italiano] desfilan 5 partidos y siglas diversas (todos en horarios distintos): ‘Hablamos de unidad, pero no hacemos sino dividirnos.’”
En todas las juntas y cumbres donde se supone que se debe construir la unidad, uno observa casi siempre el mismo fenómeno: mucho cacique y poco indio. Uno observa también otro fenómeno estrechamente ligado al anterior. Desde cada tienda de campaña, el cacique respectivo tiende su mano generosa a sus rivales y les envía el mismo mensaje: “en aras de la unidad, aquí los acogeremos a todos.”
Unidad es la palabra que nadie se atreve a poner en discusión. Es el mantra con el cual deberían cesar las luchas internas, pero es en realidad el instrumento para poner contra las cuerdas a los competidores pues ‘son ellos los que no quieren la unidad’. Aquí es donde uno se da cuenta que la unidad es la demanda que hace cada cacique para que todos los demás se unan, pero en torno suyo, al cabo de lo cual uno se queda pensando que quizá el gran problema de la unidad es los caciques y también las cacicas.
Llama mucho la atención todo el alboroto que hizo Claudia López con el tema de las vacunas para el Amazonas. Al poner en entredicho la capacidad de gestión del gobierno nacional, la referida mandataria no actuó como la Alcaldesa de Bogotá sino como la futura Presidenta de Colombia. Quizá, si fuera Presidenta, daría lecciones acerca de cómo resolver la crisis internacional del momento de modo que pudiese perfilarse como la futura Secretaria General de Naciones Unidas. Su sentido de carrera política, siempre aspirando a un cargo más alto, ha quedado bastante claro durante todo el tiempo de la pandemia. Simultáneamente, ha quedado bastante oscurecido su sentido de servicio, el que la llevó al cargo de Alcaldesa de Bogotá.
Otro tanto le ha ocurrido a un joven representante a la Cámara, que quiere perfilarse algún día como cacique. A David Racero no se le ocurrió nada mejor que acusar penalmente a la Alcaldesa de Bogotá de discriminar y hostigar a los migrantes venezolanos, para sacar partido de las infortunadas declaraciones que ella no ha querido rectificar. No hay duda de que el enfoque de la Alcaldesa en el tema de la inseguridad y la migración ha sido bastante equivocado, pero es mezquino hacer carrera política con la judicialización penal de quien es percibida como líder destacada de un partido rival. Y eso que Colombia Humana no cesa de apelar a la unidad para las elecciones del próximo año.
Los personalismos y la falta de unidad no son un problema idiosincrático, típico de la cultura política colombiana. Quisiera mencionar aquí el caso de las elecciones parlamentarias del 2018 en Hungría, donde la oposición fue incapaz de unirse para enfrentarse a Fidesz, el partido de Viktor Orbán. Este es un líder populista de derecha, chovinista y xenófobo, cuyo gobierno ha sido acusado repetidamente de corrupción. En vez de mostrar con el ejemplo que la oposición podía ofrecer una alternativa mejor, los líderes de cada partido prefirieron presentarse a los votantes como la mejor alternativa contra Orbán, y Orbán los barrió a todos.
Como Hungría, Colombia puede continuar regida por una coalición retrógrada, con un proyecto nacional bastante precario, pero con suficiente capacidad de movilización de sus adherentes. ¿Qué tiene esta coalición, que desde el 2002 sólo ha sido vencida en las elecciones presidenciales del 2014? Un gran cacique, presto a ayudarle a caciques mucho menores -Álex Char, ‘Fico’ Gutiérrez y Enrique Peñalosa- a encontrar una línea de convergencia.
¿Por qué, en esta orilla, si está tan claro el problema de la unidad, es tan difícil solucionarlo? Quizá buena parte del enredo consista en que el problema no ha sido bien definido. Una clave para plantearlo con más claridad está, creo yo, en la obra poco conocida del neurocientífico Henri Laborit, Elogio de la Fuga (París: Gallimard, 1976).
Laborit sostiene que nos engañamos al creer que nos hemos librado del ‘individualismo burgués’ al hablar en clave de luchas sociales, reivindicaciones populares, lucha contra los poderes establecidos, etc. La verdad es que, “detrás de un discurso pretendidamente altruista y generoso, se ocultan motivaciones pulsionales, deseos de dominancia insatisfechos, (…) una búsqueda de satisfacciones narcisistas.” Las jerarquías desatan una competencia por ocupar las posiciones de dominio, de modo que, si un grupo logra remover el poder establecido, dentro de ese grupo surgirá un nuevo poder, se institucionalizará otro sistema jerárquico y se repetirá el ciclo.
De forma polémica Laborit sostiene que la democracia es un gran engaño. Se trata no sólo del engaño de los políticos de carrera a la ciudadanía, a la cual le dicen que lo único que está en juego es el bien común y el interés general. El engaño es también de los políticos con respecto a sí mismos, acerca de cuál es su motivación más fuerte y duradera. Mientras la democracia siga basada en la competencia electoral, las pasiones que se desatarán en la lucha política tendrán que ver mucho más con el impulso de dominación y los deseos de satisfacción narcisista y menos con el empoderamiento de la ciudadanía.
Es cierto que hay en la ciudadanía una gran dosis de cinismo, que contrarresta el alcance de las apelaciones al bien común y al interés general. Desafortunadamente, este cinismo tiene un efecto paralizante: sirve para atravesar el velo de las motivaciones declaradas de los políticos de carrera, pero no para generar la motivación con la cual sostener un proyecto colectivo de cambio. El tema, entonces, es transformar el conocimiento encerrado en este cinismo en un saber-hacer práctico-político, que nos sirva para superar nuestro actual predicamento.
El mayor obstáculo tiene que ver con el paradigma actual de la política, dominada por los políticos de carrera. Al identificar la democracia con la competencia electoral y los partidos políticos, lo que hemos hecho es construir un mundo en el cual lo político se funda en la distinción entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’, y en el que el poder del ‘nosotros’ radica en organizarse en torno a un líder cuya fortaleza se confunde con el despotismo. La idea de democracia que tenemos en la actualidad difiere completamente de la que tenían los ciudadanos de la antigua Atenas. Para ellos, democracia no significaba poder de una mayoría para imponerse sobre una minoría. Si ese fuera el significado de democracia, no se habría llamado así sino demarquía: el gobierno del ‘pueblo’ sobre los demás, del mismo modo que el gobierno de uno solo se llama monarquía y el de unos pocos, oligarquía. La experiencia de los populismos de izquierda y de derecha bien nos ha enseñado que el gobierno del ‘pueblo’ es en realidad el gobierno del líder del ‘pueblo’, que es una cosa muy distinta.
Democracia significaba en la antigua Atenas algo muy distinto: poder de los ciudadanos que formaban el pueblo para hacer las cosas juntos. La política no resultaba de la distinción entre amigos y enemigos, como lo plantea Carl Schmitt o su seguidora de izquierda, Chantal Mouffe. La política surgía en el espacio común en el cual un conjunto plural de ciudadanos se reconocía como iguales. Gracias a la deliberación en ese espacio común, ese conjunto podía ver las cosas desde múltiples perspectivas, de modo que la decisión colectiva tomada por la asamblea democrática terminaba por encarnar el interés general.
Uno de los conceptos modernos más próximos a esta visión de la política es la de servicio público. De acuerdo con este concepto, lo político consiste en lo que nos concierne a todos, a lo que es objeto de deliberación y decisión colectiva, a lo que demanda la cooperación continuada de la comunidad para asegurar no su mera existencia sino una vida buena. Hacer política es, en este paradigma, servir al público, servir a la comunidad. Materializar esta visión implicaría deshacer la profesionalización de la política, esto es, la política de carrera, haciendo que los cargos sean rotativos, impidiendo que haya gente que se dedique de manera permanente y continua a la tarea de gobernar. Las instituciones que correspondieran a esta visión reducirían sustancialmente la alienación jerárquica y la fijación narcisista que, en los términos de Laborit, distorsionan completamente la política actual.
En el corto plazo, todos estos planteamientos tienen el carácter de utópicos. Estamos de cara a elecciones para Congreso y Presidente, y frente al riesgo de que una coalición retrógrada se mantenga en el poder. Sin embargo, la reflexión anterior tiene un doble valor: tanto en el corto plazo como en el mediano y en el largo plazo.
En el corto plazo, nos advierte acerca de uno de los principales obstáculos para la unidad. También nos dice que los acuerdos programáticos tienen un alcance muy limitado para resolver el problema de quién habrá de liderar la coalición que se presente como alternativa de poder en las próximas elecciones. La razón es clara. Puede haber acuerdo sobre muchísimos puntos, desde la protección del medio ambiente, la política internacional, hasta la política tributaria. El tema es quién va a liderar la coalición y, si esta vence, quién va a ser el líder del gobierno.
Yo no veo solución distinta a que cada quien se deje contar y a que cada quien lo haga dentro de las reglas de juego que haya aceptado de antemano. Pensar en una coalición de todas las fuerzas que quieren cambiarle el rumbo al país en primera vuelta sí que me parece utópico. La desconfianza y el resentimiento de lado y lado viene de hace mucho tiempo. No se va a resolver en estos meses. Sería mejor acordar que cada grupo procure persuadir a la opinión de la bondad de sus planeamientos, y se someta al árbitro del voto popular. En pocas palabras, que el acuerdo sea apoyar al que pase a segunda vuelta.
En el entretanto, para que ese acuerdo cuaje, es necesario detener la ‘guerra’ de una sector hacia el otro. La denuncia contra Claudia López tiene mucho sentido desde una política concebida en los términos de amigos y enemigos, de ‘nosotros’ y ‘ellos’, no desde la construcción colectiva y escalonada de un proyecto alternativo. Para que la unidad cuaje en segunda vuelta, hay que darle rienda suelta a la competencia, pero dentro de unas reglas mínimas. Habría que aplicar un sucedáneo del derecho internacional humanitario a la guerra electoral que ya se ha desatado entre quienes quieren pasar a la segunda vuelta. De otro modo, esa guerra electoral hará imposible la tan urgente y tan esquiva unidad.
En el mediano y largo plazo, ¿cuál es el valor de la anterior reflexión? Aquí quisiera citar lo que escribí hace ya un par de años. “(…) hoy más que nunca es necesario implementar un modelo cooperativo de toma de decisiones. No se trata meramente de moderar la intensidad de los conflictos y conjurar el riesgo de la polarización política, la que socava incluso la noción misma de civilidad sin la cual ninguna asamblea democrática puede funcionar. Se trata, fundamentalmente, de superar un modelo de política basado en la distinción entre mayorías y minorías, y entre dominadores y dominados. Suena utópico pues la humanidad a lo largo de su historia no ha conocido formas de organización duraderas que hayan abolido la distinción entre quienes mandan y quienes obedecen. Sin embargo, esta misma humanidad tampoco había tenido que enfrentar un desafío global como el cambio climático, para el cual las formas convencionales de liderazgo y de toma de decisiones se han revelado incapaces de ofrecer soluciones efectivas.”
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: El Tiempo
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