Alianza contra la paz
Lo han anunciado los propios contrayentes, enemigos feroces y mezquinos en el pasado; Uribe lo ha hecho con un respingo de político travieso, morbosamente empeñado en obstruir lo de otros, así sea lo mismo que él intentara hacer; y Pastrana, con su acento de eterno adolescente artificioso –la parla veloz y la vocalización apretada, como para no obligarse a pensar en lo que dice-; como quien arrastra el alma de sibarita sin alma, hace rato desubicado, extraviado desde El Caguán, pero recalando ahora en las peores aguas pandas, allí en donde encalla cualquier tentativa de progreso social y de apertura política.
Uno de los dos miembros de la pareja, el más activo, el inderrotable en la conquista, el que siempre está en plan de pedir ese votico aquí y allá, es el ahora ampuloso pero provinciano senador Álvaro Uribe Vélez, adalid del viejo país del orden sin cambio; esa versión corregida del Laureano Gómez de los años en que el sectarismo y la violencia se imponían sobre la autoridad del Estado.
La otra mitad, la media naranja del desequilibrio, está representada por un Andrés Pastrana, más urbano, pero así mismo más banal y distraído; eso sí, divorciado de cualquier spleen que implique un desdén propio del escéptico moderno; al contrario, más bien convertido en un político desdeñoso, pero no moderno; y creyente en las imaginerías conservadoras, pero sin ningún credo propio, en realidad.
Uribe Vélez es el conjunto lleno, el lugar ocupado; pura acción y discurso; solo que dueño de un activismo al servicio del discurso atrapado en el sesgo, en la oblicuidad de las medias verdades, que son también medias mentiras, sembrables eso sí en esos imaginarios colectivos anclados en el miedo; y también en esos residuos oscuros y góticos de la conciencia, asociados con la mentalidad autoritaria y con el prejuicio frente al otro, al que piensa distinto.
Andrés Pastrana es, por el contrario, el vacío matemáticamente puro; el conjunto sin contenido; huérfano de pasión, de acción y de discurso. Un sujeto sin predicado; que solo quiso poseer uno cuando se aventuró a conseguir la paz con la guerrilla de las FARC, pero sin un programa de reformas; mejor dicho, sin un programa a secas. Y en momentos en que el grupo insurgente marchaba al ritmo de sus ilusiones estratégicas de poder, por lo que insuflaba –hay que reconocerlo- un ánimo menos inclinado a las concesiones.
Desbrujulado desde entonces, el expresidente se acerca hoy a quien siempre ha tenido la brújula, a Uribe el dueño de la orientación, solo que al revés de la historia; se entrega a ese que, persistente, ha permanecido como guía, pero en contravía de la paz y de las reformas que favorezcan a las víctimas; se acerca a ese guerrero de ponchito al hombro que olvida el resarcimiento a los despojados de la tierra; se casa con el que no piensa en la redención sino en la punición; claro, solo como pretexto para su elección.
Mirando a las elecciones del 2018
En términos electorales, este matrimonio nuevo, entre quienes antes se despreciaban, el uno acusado por ser débil frente a la guerrilla, el otro por serlo con respecto a los paramilitares; esa unidad extraña entre el intenso y el liviano; esa alianza entre la mentira y el vacío, puede en efecto ser funcional al éxito político contra el Acuerdo de Paz, el blanco de sus odios. Aunque no necesariamente la convocatoria les alcance a los dos expresidentes para la reconquista del poder.
En las presidenciales de 2014, Uribe Vélez, alzando la voz contra las negociaciones y contra la fementida entrega del país al terrorismo, se alzó con 7 millones de votos que los puso en cabeza de su candidato, el caldense Oscar Iván Zuluaga, un resultado que representó la innegable capacidad de movilización en la que se amalgamaban el conservadurismo, los prejuicios y el liderazgo autoritario; negativo sí, pero liderazgo después de todo.
Al final, esta propuesta perdió ante los 8 millones de votos depositados por Santos, quien acentuó en el último tramo el mensaje en favor de una paz que necesitaba ser concluida.
Luego, en el plebiscito de 2016, las cargas se invirtieron. Ganó el uribismo visceral, el que quería que la gente votara iracunda, el del NO contra el acuerdo paz; aunque esa vez el triunfo tuviera lugar por un estrechísimo margen, apenas unos 53 mil votos.
Para entonces, un Pastrana resentido contra las FARC y contra Santos, hizo causa común con un Uribe que se proponía torcerle la suerte a la historia. Es esa la victoria que quieren reeditar ambos en 2018, tanto Uribe como Pastrana, ahora coaligados y descontextualizados; asociados otra vez contra la paz; no importa si el Acuerdo ya operó el cierre de esa guerra fatigosa.
Pastrana es efectivamente un vacío cultural desde el punto de vista de la política; un sujeto sin significado; incluso, un vacío electoral; esto es, un político sin votos. Pero esa ausencia de significado, ese mismo vacío, adquiere funcionalidad, en la medida en que puede ser llenado; puede ser colmado con una parte de las corrientes de la opinión, particularmente de las bases conservadoras que se mueven en la dirección de la prédica contra la causa progresista de la paz; acusada de ser la consagración de la impunidad, cuando en realidad lo es de la reconciliación.
En este caso, Pastrana, el conjunto sin contenido, puede venir a darle expresión al contenido de los 2 millones de votos que en 2014 apoyaron a Martha Lucía Ramírez en la primera vuelta. Lo cual va en el sentido de sumar apoyos, para repetir los 7 millones de votos uribistas en la segunda vuelta. Solo que esos 7 millones aún no son suficientes para que la candidatura que salga del nuevo matrimonio de conveniencia, resulte vencedora. Flotando están los otros 8 millones de votos de izquierda, de liberales, de centristas e independientes; pero que, claro, todavía no cuentan con un candidato catalizador.
Ricardo García Duarte: Ex rector Universidad Distrital
Imagen a partir de la foto de Yenny Bejarano