Jens Spahn, el ministro de sanidad alemán confía en el mercado y espera que haya más entregas en febrero, mientras Joe Biden, el nuevo presidente de EEUU, promulgó una “Ley de Producción para Defensa” y está invirtiendo 20.000 millones de dólares para ensayo, logística y producción de precursores para la vacuna. Su objetivo: ¡vacunar a 100 millones de personas en sus primeros 100 días!
¿Por qué no lo remedia el mercado?
Pues porque los actores del sector privado – Biontech, Moderna y sus empresas proveedoras – , actúan con una lógica empresarial. No se les puede culpar por ello. Sin embargo, es esta lógica empresarial la que hace que una escalada masiva y a corto plazo de la producción implique demasiado riesgo y no merezca la pena. Si aparecen otras vacunas o la inmunidad de la vacuna dura mucho tiempo, a largo plazo no serán necesarias las mega instalaciones de producción. Y también porque una mayor oferta presiona sobre los precios. Ambos factores forman parte del objetivo empresarial de maximizar los beneficios. Aquí hay un conflicto de intereses entre perseguir el beneficio empresarial o el bien común.
Los costos de la demora son inmensos desde un punto de vista sanitario, virológico y económico. Por un lado están los enfermos, y por el otro el peligro de que el virus siga mutando y, finalmente, está el impacto económico del cierre que cuesta dinero y produce problemas sociales. Todo contado hoy sería necesario que los políticos hicieran todo lo posible por inyectar todos los recursos que permitan una mayor producción de vacunas. Si en lugar de una pandemia se tratara de una guerra, el estado no se apoltronaría esperando los envíos de municiones. Para seguir con la metáfora: en lo que hace a la política industrial el estado debería pasar al “modo de guerra”. Esto podría hacerse mediante la adquisición de patentes, la concesión de licencias a otras empresas, una política de creación de su propia producción y la intervención en los precios.
Una política industrial en “modo de guerra”
Si echamos una mirada a la política industrial de Estados Unidos en el período previo a la Segunda Guerra Mundial podríamos entenderlo mejor. Obviamente esta tarea excedía por mucho a la de la producción de una vacuna, porque un solo camión cisterna podría probablemente vacunar a todo el mundo. En ese momento fue necesario ampliar algunas industrias en un periodo de tiempo corto, mientras había que crear otras desde la base. En este caso, el estado tomó la iniciativa mediante fabulosas inversiones públicas, aumentando su propia producción, diseñando asociaciones estratégicas entre el sector público y el privado, y poniendo en marcha incentivos muy lucrativos para el sector privado.
Dando por descontado el poder financiero del estado, lo decisivo es su capacidad de asumir riesgos mucho mayores que el sector privado. Una buena parte de la política industrial fue, en ese momento, apoyar las iniciativas privadas mediante ayudas financieras, subvenciones a la investigación, garantías de préstamos, beneficios para la contratación pública, medidas de protección de los mercados de venta, pero también la estrategia de compras garantizadas, cosa que es conocida en el sector de la agricultura. Al minimizar el riesgo, tanto del crédito como de venta, la producción privada se movilizó aún frente a una gran incertidumbre económica.
Para el caso de la vacuna contra el coronavirus, el estado podría ofrecer préstamos y subvenciones para aumentar la producción de los productores de vacunas existentes, ofrecer garantías de compra y pagos muy lucrativos para entregas rápidas. Para que Biontech y Moderna entregaran más rápido, los proveedores también deberían hacerlo, porque los mismos productores de vacunas deben también ver más dinero en el escaparate. Es así que el mercado tendría un mayor incentivo para ofrecer más y más rápido. De todos modos esta perspectiva tiene dos inconvenientes. En primer lugar, no hay certeza de que el volumen de producción se ajuste al óptimo social. En segundo lugar, no debe convertirse en una guerra de ofertas insolidaria entre naciones por quedarse con las vacunas escasas, porque esto último haría que el efecto sobre los precios fuera aún mayor que el efecto sobre el aumento de las cantidades de vacunas.
En consecuencia, el estado debería intervenir directamente haciéndose cargo de las patentes y distribuyéndolas a otras empresas mediante una licencia. El artículo 13 de la Ley de Patentes lo contempla, porque en su redacción dice que “cuando el Gobierno Federal ordena que la patente sea utilizada para el bienestar público, la protección de la patente se libera” Pero el gobierno llega muy tarde para poner en marcha producción propia y encontrar una salida en el corto plazo, eso debería haberlo hecho mucho antes. No queda, por tanto, otra cosa que convocar a las empresas farmacéuticas y bioquímicas y discutir la situación como una emergencia total. ¿quién puede aportar qué? ¿dónde están los cuellos de botella? ¿qué financiación se necesita? Todas estas cuestiones deberían quedar claras. Pero hasta que todo ello se organice y coordine es necesario reforzar los incentivos para los fabricantes que existen.
Además, para mantener los incentivos a futuro en la investigación de vacunas -y en el caso de que se concedieran patentes y de licencias- los creadores deberían recibir una remuneración acorde a los resultados científicamente sobresalientes. Sin embargo, una de las lecciones que se deberían aprender de cara a los problemas del estado en materia de prevención de catástrofes y suministro de vacunas, es que en el futuro el estado tendrá que poner mucho más énfasis en su propia investigación pública. Finalmente, los conflictos de intereses entre los beneficios empresariales y el bien común en el sector farmacéutico son, desde hace mucho tiempo, conocidos y evidentes. Para poner un ejemplo: mientras se investiga con prisa sobre las píldoras para la diabetes -que una persona diabética toma para el resto de su vida y se convierte así en un cliente cautivo- no avanza la costosa e incierta investigación sobre nuevos antibióticos. Y es éste un problema que tendremos nosotros en el futuro.
Pero ¿está en condiciones el estado de permitirse ese lujo de subvencionar e intervenir? ¡Sí! Olaf Scholz puede fácilmente conseguir el dinero que necesita vendiendo bonos del estado alemán y es más, si lo hiciera ganaría dinero porque los rendimientos de los bonos alemanes son negativos. Pero deberíamos pensar más en términos económicos reales, el tema de la financiación es trivial. Lo que importa es el coste real para la salud, para la sociedad y para la economía. Teniendo a la vista las enormes restricciones y costes del cierre hay algo que resulta obvio: ¡cada euro que se destina a ampliar las capacidades de vacunación es un euro que ha sido bien invertido!
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