Para intentar describir lo que está sucediendo y puede suceder con el proceso de negociación que el gobierno y la oposición venezolanos recién arrancaron en México, me parece que hay que subrayar, o más bien argumentar, en qué se diferencia de experiencias anteriores y si estas diferencias auguran un resultado distinto. A mi modo de ver, hay tres factores diferenciales, naturalmente interrelacionados entre sí, pero que pueden distinguirse analíticamente: las lecciones aprendidas de procesos anteriores; los cambios acontecidos en la sociedad y los nuevos incentivos de las partes; y la conformación de una nueva «teoría del cambio» en correlación con lo que podríamos llamar una nueva «teoría de la permanencia».
Lecciones aprendidas (o que deberían aprenderse)
Ante las informaciones oficiosas acerca de la reactivación del llamado «proceso pendular de consultas» con miembros del gobierno y de la oposición que la Cancillería del reino de Noruega impulsó desde principios de este año, se publicaron varios estudios y comentarios de expertos que no solo revisitaban las experiencias anteriores, sino que por sí mismos resultaban un testimonio de la atmósfera con que se recibía la posibilidad de reanudar negociaciones: una combinación de escepticismo con cautela, sobre todo en torno de la pregunta clave: ¿qué mueve ahora a los actores políticos a intentar reconstruir un espacio de negociación tan accidentado? ¿Hay algún cambio en su estructura de incentivos?
El reporte que produjo la Oficina en Washington para Latinonamérica (wola, por sus siglas en inglés), en conjunto con United States Institute of Peace (usip), en julio de este año, ofrece hallazgos muy importantes y recomendaciones concretas que vale la pena examinar. Los autores lograron una síntesis notable de los elementos estructurales que favorecieron u obstaculizaron las experiencias de negociación registradas hasta ahora. Queda claro que se trata de un mismo proceso con avances y retrocesos y que este proceso ha cumplido un papel fundamental en el metabolismo político de los últimos años, mostrando que el conflicto venezolano, a pesar de su prolongación y del daño antropológico que ha provocado, no es en realidad intratable. Las partes recurren en última instancia a un mecanismo que, aunque no ha logrado los objetivos explícitos, sí ha ido dejando aprendizajes para avanzar hacia una solución política para Venezuela.
El reporte analiza brevemente, pero de manera precisa, los tres capítulos previos a la negociación de Oslo-Barbados de 2019: el emprendido a instancias de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) a raíz de las protestas y represión de 2014, el patrocinado por el Vaticano en 2016 y el desarrollado en República Dominicana entre diciembre de 2017 y enero de 2018. Aunque con características distintas, estas iniciativas compartieron debilidades comunes asociadas a la mutua falta de confianza, la imposibilidad de establecer garantías para los acuerdos enunciados y, en general, podemos añadir, a una concepción, compartida por ambas partes, de que la negociación era la continuación de la guerra política por otros medios y se podía zanjar como derrota o victoria. En el caso de la experiencia en República Dominicana, el reporte subraya las acciones tomadas por el gobierno de Nicolás Maduro para presionar a la oposición, tales como la inhabilitación de partidos y un adelanto de ocho meses de las elecciones presidenciales, y la falta de confidencialidad del proceso, el cual se hizo permeable a todo tipo de presiones. El involucramiento de miembros de la comunidad internacional resultó en este caso infructuoso, pero dejó en claro que el factor internacional jugaría, en adelante, un rol esencial en la gestión del conflicto político.
No obstante, el reporte se ocupa centralmente del proceso de Oslo-Barbados, que se distingue de los anteriores por la arquitectura, completamente diferente, que la facilitación de la Cancillería noruega logró imprimirle a través del mecanismo llamado «pendular». Una larga serie de encuentros previos con las partes permitió definir el terreno, las reglas y la agenda básica de la potencial negociación en un clima muy celoso de la confidencialidad. Ya algunas lecciones parecían haberse aprendido.
Por supuesto, la premisa implícita sobre la que se basa el análisis es que en las partes negociadoras se hallan sectores que sí tienen la voluntad política para alcanzar una solución negociada, y de hecho uno de los hallazgos relevantes del reporte es que, en efecto, los testimonios de ambas partes reconocen que algunos sectores recalcitrantes de sus propias coaliciones obstaculizaron los posibles progresos en el último ciclo de negociaciones.
Ello es un signo positivo entre otros que el reporte señala: se alcanzó, en las sesiones de Oslo y Barbados, cierto grado de mutua confianza, y las conversaciones se centraron en las condiciones políticas e institucionales para construir una ruta viable para la solución del conflicto. Aunque no se han hecho públicos los documentos que permitirían trazar la trayectoria de las conversaciones, se sabe que la oposición presentó un plan que contemplaba el levantamiento de sanciones sujeto a la realización de nuevas elecciones presidenciales libres bajo un gobierno de transición mixto, sin condicionarlo a la renuncia de Maduro. La oposición flexibilizó su posición admitiendo que se podía adelantar un proceso electoral con Maduro en el poder y, según testimonios, el gobierno aceptó considerar esta opción, sin ofrecer por su parte una contrapropuesta.
Esta flexibilización no fue acompañada por el gobierno estadounidense, presidido por Donald Trump, cuya política hacia Venezuela estaba dividida entre una visión favorable a la negociación, como la del Departamento de Estado, y la postura de la misma Casa Blanca, escéptica ante cualquier escenario que no involucrara el «quiebre» del régimen de Maduro. El anuncio de nuevas sanciones el 6 de agosto de 2019, justo cuando la oposición presentaba su plan, se tradujo en la suspensión, primero momentánea y luego definitiva, de la negociación.
Muy sintéticamente, podría decirse que la negociación fracasó por dos razones. La primera es que los sectores con poder de veto bloquearon el proceso, mostrando que la voluntad de alcanzar una solución negociada y de mutuas concesiones no era compartida por todos los actores, porque persistía la teoría del cambio por «quiebre» o colapso del gobierno de Maduro. La posibilidad de acordar una secuencia de levantamiento de sanciones siguiendo distintas etapas de concesiones institucionales y políticas que terminarían en una competencia electoral libre no fue bienvenida por esos actores, ante la posibilidad, objetivamente muy remota pero a la que apostaba el madurismo, de que un eventual mejoramiento de las condiciones de gobierno pudiera significar una nueva administración chavista elegida en condiciones competitivas. La segunda tiene que ver con la denominada «mejor alternativa ante un acuerdo» (batna, por sus siglas en inglés). Las partes consideraron que no alcanzar un acuerdo las dejaba con algún margen de acción para consolidarse en sus posiciones. Lo que hoy ocurre –y por ello puede verse al menos con cierto optimismo el proceso iniciado en México– es que estas dos condiciones han variado significativamente.
Una sociedad autonomizada, nuevos actores, nuevos incentivos
En mi opinión, y esto es controversial, las respectivas «mejores alternativas ante el acuerdo» resultaron ser bastante asimétricas. El gobierno de Maduro construyó una estrategia ofensiva, mientras que la de la oposición se redujo a tratar de mantener el statu quo del «gobierno interino» de Juan Guaidó, a pesar del fracaso de sus intentos de poner cuñas en el apoyo militar al régimen. De hecho, podría decirse que fue precisamente el madurismo, a partir de septiembre de 2019, el que logró lo que la oposición pretendía: dividir al adversario. Tras un pacto con fuerzas minoritarias de la coalición opositora que habían venido mostrando su descontento con la política del gobierno interino y de la oposición parlamentaria, y auxiliado por el dócil Tribunal Supremo de Justicia, el gobierno se hizo de aliados cuya utilidad fundamental fue debilitar a los partidos políticos mayoritarios de la oposición y asegurar que estos no participasen en las elecciones legislativas que se celebraron en 2020.
Con esta maniobra, el gobierno de Maduro aprovechó y potenció las fracturas que se venían gestando dentro de la coalición opositora y también las condiciones de parálisis producidas por la pandemia, y logró debilitar eficazmente a la oposición mientras recuperaba el control de la Asamblea Nacional. Pero su propia batna mostró sus limitaciones: en primer lugar, porque las elecciones legislativas exhibieron la dramática mengua de la base electoral madurista y el escaso atractivo del resto de las opciones que participaron en ellas. Lejos de reconquistar alguna legitimidad –popular e institucional– a través de esas elecciones, quedó de manifiesto que la recuperación de la pretensión hegemónica empeoró el estatus político del gobierno. Y más significativamente: la perspectiva de una perpetuación del conflicto creó, paradójicamente, las condiciones para un sutil pero crucial cambio de escenario.
El primer síntoma es el brusco desapego que la población parece experimentar con respecto a la política y a los políticos. Aquel ambiente de polarización que predominaba a principios de 2019 se ha desvanecido. Los sondeos de opinión revelan una mayoría sin afiliación y con amplio rechazo al liderazgo de todo el espectro, a pesar de que persisten, como constantes, el descontento hacia el gobierno de Maduro y el anhelo de cambio político. La población se concentra hoy en encontrar métodos de supervivencia frente a la orfandad en que la han dejado el progresivo abandono del Estado y el fracaso de las alternativas políticas.
La paradoja mayor consiste en que ha sido el régimen chavista el que, en su propia estrategia de supervivencia política, ha favorecido la liquidación de la acción del Estado en la producción de bienes y servicios públicos. El gasto público tiene hoy en Venezuela el más bajo nivel conocido en la historia reciente, y las políticas sustitutivas han consistido en un laissez-faire que daría envidia a los más rudos manchesterianos. Ante la caída del ingreso petrolero y las restricciones debidas a las sanciones estadounidenses, el chavismo ha logrado el milagro de romper la relación rentista del Estado con la sociedad, con un costo humano extraordinario y sacrificando las ya menguadas capacidades de gestión institucional del Estado.
Los economistas venezolanos están empezando a cuantificar este efecto del abandono estatal en términos de creación de nuevos circuitos económicos informales e ilegales, las consecuencias de la dolarización informal, la normalización de la corrupción como método de redistribución y la privatización indirecta de los servicios públicos. Nótese que la palabra clave aquí es «informal». Aunque permanece el entramado legal que hace del Estado el gran agente económico, en la práctica se ha producido una suspensión deliberada de los controles en todas las esferas de la economía. No se trata de un proceso de recuperación institucional de la economía sino, al revés, de una profundización de la desinstitucionalización y de la falta de reglas que se repite en todos los ámbitos.
Contra algunas imágenes corrientes, el resultado es que la sociedad venezolana se ha vuelto menos dependiente del Estado en forma directa. Aunque importantes sectores de la población necesitan la ayuda alimentaria del gobierno y reciben modestos subsidios monetarios, el peso de estos en el ingreso familiar ha venido disminuyendo, completado por ingresos informales y remesas.
Pero esta autonomización relativa de la población más vulnerable, que como mencioné, se traduce en una orfandad en cuanto a servicios básicos como salud, servicio de agua, transporte y educación, ha descorrido la cortina en torno de la gravísima situación humanitaria y de violación de derechos humanos que viene siendo diagnosticada y abordada por organizaciones de la sociedad civil desde al menos 2017. La respuesta de este tejido social a la emergencia humanitaria compleja, cuyo origen es la persistencia del conflicto político, ha sido desarrollar, desde 2019, un programa de incidencia sociopolítica destinado a construir oportunidades para la reinstitucionalización o el retorno a la norma institucional y a la Constitución. Amparadas en su autonomía, estas organizaciones articuladas entre sí, con iniciativas como la del Foro Cívico, han emprendido una labor de intermediación, de puente y de interlocución entre actores políticos del gobierno y de la oposición, asumiendo el costo político de adelantar iniciativas negociadas que los actores políticos por sí mismos no pueden asumir. Otras iniciativas como el Frente Amplio persiguen también construir relaciones entre partidos (en este caso de la oposición mayoritaria o g+, que reúne a 18 agrupaciones) y grupos de la sociedad civil.
En definitiva, se trata de la emergencia de un actor social que, en distintos niveles, está intentando abrir espacios de negociación, buscando aliados tanto en el gobierno como en sectores de la oposición dispuestos a cooperar para alcanzar acuerdos sectoriales que generen cambios para la restitución de los derechos humanos, incluyendo los electorales y cívicos.
Un hito de este esfuerzo fue la conformación, en abril de este año, de una nueva directiva del Consejo Nacional Electoral (cne), que por primera vez en más de diez años se realizó siguiendo las normas legales en vez de ocurrir por mandato del Tribunal Supremo de Justicia. La norma implica una selección imparcial de candidatos y prescribe postulaciones de candidatos de la sociedad civil, puesto que se trata del Poder Ciudadano. Negociaciones políticas entre miembros de la oposición, de la sociedad civil y de la Asamblea Nacional chavista lograron conformar un directorio aún sesgado hacia el chavismo, pero con representación de expertos asociados a la oposición. Desde entonces, el cne ha actuado para recuperar algunas de las condiciones electorales mínimas para no repetir el desastre institucional de las últimas elecciones.
Hay otras iniciativas en curso, como la creación de un espacio humanitario con reglas concertadas para permitir la actuación de organismos locales e internacionales, o la creación de la Mesa Técnica para vacunación y la puesta en funcionamiento del Programa Mundial de Alimentos, que señalan terrenos en los que son posibles acuerdos de cooperación entre actores sociales y el gobierno, y en algunos casos miembros de la oposición. También apuntan a una decisión política, por parte del gobierno de Maduro, de ofrecer gestos de apertura que puedan ser leídos internacionalmente como señales para favorecer la negociación, como en efecto lo fueron, particularmente para el gobierno de Joe Biden.
Se trata, repito, de una decisión política, junto con la de reducir los desequilibrios en el cne para disminuir la desconfianza de la población hacia el proceso electoral que tendrá lugar en noviembre próximo, cuando se elegirán autoridades regionales, y favorecer de este modo la participación de la oposición que desde 2017 se negaba a hacerlo en vista de las deterioradas condiciones políticas.
Esas señales fueron también interpretadas por sectores de la oposición mayoritaria, que desarrollaron a su vez canales de comunicación con altos funcionarios gubernamentales, tanto para presionar a favor de un mejoramiento de condiciones electorales como para atraer a sectores recalcitrantes dentro de la oposición a la participación electoral y a la posibilidad de la reanudación de una negociación de alto nivel. En la práctica, se trata de volver a realinear a los partidos del g+ (que incluye a los cuatro grandes partidos nacionales de oposición: Voluntad Popular de Leopoldo López, Primero Justicia de Henrique Capriles, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo) en una nueva estrategia común que empiece el proceso de rearticulación interna tras la experiencia del «gobierno interino» de Guaidó, cuyo saldo político y organizativo es bastante desfavorable.
Nueva «teoría del cambio» y nueva «teoría de la permanencia»
Como se puede ver, tanto el gobierno de Maduro como la oposición parecen tener un nuevo conjunto de incentivos para emprender una ronda de negociaciones. Pero se ha producido, correlativamente, un giro en la comunidad internacional, o más bien en los países que se alinearon con los dos polos políticos. En primer lugar, por la convergencia entre la diplomacia estadounidense y la europea para favorecer y apoyar un proceso de negociación robusto y significativo. Aunque la administración Biden no ha hecho explícita su nueva política hacia Venezuela para evitar costos políticos en los que podría incurrir para las elecciones de medio término de 2022 en estados como Florida, donde decisivos votantes de la diáspora venezolana y cubana favorecen la visión republicana hacia América Latina, en la práctica está dispuesta a revisar la política de sanciones si se producen cambios institucionales y de entorno político que apunten hacia la apertura y normalización constitucional en Venezuela.
Por otra parte, los socios del chavismo, en particular Rusia y China, parecen también dispuestos a apostar al proceso de negociación. El recién nombrado canciller venezolano viene de servir como embajador en China, mientras que Rusia aparece como el «país amigo» del gobierno en la mesa de negociación en México. Y en tercer lugar, los países latinoamericanos, en particular los receptores de la inmensa migración venezolana, tienen un interés particular en regularizar sus relaciones con el gobierno de Maduro y en que se reduzca el flujo de migrantes, además de ponderar el efecto tóxico que la situación venezolana ha venido teniendo en sus políticas internas, incluso polarizando al electorado.
La interacción de todos estos factores conduce a una nueva constelación que podría expresarse en una nueva teoría del cambio político y su dialéctica con la teoría de la permanencia en el poder que sostiene el chavismo. Hay una percepción generalizada de que el proyecto del chavismo incluye la aspiración a ejercer el poder eternamente, como única opción históricamente viable para Venezuela, y que ahí se ubica el principal obstáculo para tomar en serio cualquier prédica acerca de su carácter democrático. Pero esa percepción omite que el chavismo, como lo hacen en general los populismos, pretendió fundar una revolución de manera legítima sobre el consentimiento popular expresado en el voto. Se puede contestar a esto, sin duda, pero el caso es que, una vez desaparecido Hugo Chávez, en quien se hallaba encarnada esa legitimación popular, por así decirlo, el asunto de la legitimidad se le presenta al chavismo, y a Maduro en particular, como un problema y una fragilidad a la que debe enfrentarse ya no con represión y radicalización, sino con la recuperación de la gobernabilidad.
Al menos así parecen perfilarse las señales que se envían desde el gobierno de Maduro. Su teoría de la permanencia en el poder implica una recuperación de sus capacidades de gestión del Estado benefactor y hegemónico. Seguramente, con la mirada puesta más en lo que fue el chavismo con Chávez en la época del esplendor rentista petrolero que en un futuro posible, pero recuperando el sustento popular mayoritario como fuente de legitimación.
Esa recuperación de capacidades, que aspira a obtener gobernabilidad, también incluye una reconfiguración del papel de la oposición en una dinámica política de la que hoy está excluida. La teoría del cambio que se gestó en la oposición mayoritaria a partir de 2014, lo que se ha llamado la «teoría del quiebre», suponía privilegiar el cambio político, entendido como el cambio de gobierno o la sustitución de Maduro, como una prioridad estratégica y urgente, en contraste con la estrategia seguida entre 2006 y 2013, cuando la oposición creció electoralmente hasta convertirse en una opción real de poder. La teoría suponía que la presión interna (como ocurrió con las enormes manifestaciones de 2017) y la externa (con las sanciones y el desconocimiento internacional de las elecciones de 2018) lograrían fracturar a la coalición dominante, especialmente al factor militar.
Aunque no fueron esos los resultados, es cierto que las presiones hicieron efecto en la medida en que el gobierno de Maduro adoptó una visión más pragmática que, aunque le permitió sobrevivir en el poder, ha obligado a cambios que están afectando variables fundamentales de su economía política. Pero es igualmente cierto que el costo para la oposición no fue bajo. También el saldo en términos de debilitamiento interno, divisiones y desconexión de la población ante el incumplimiento de las promesas de transformación política, obligó a la oposición a reconfigurar su teoría del cambio y a reencaminarla hacia lo que hoy aparece como prioridad: el fortalecimiento de las instituciones democráticas, la restitución de los derechos, los equilibrios constitucionales y la alternabilidad electoral, en una noción de cambio sustentable que no se limita a un cambio en la conducción del gobierno.
Lo andado hasta ahora
Esta situación genera, en términos de la negociación, una zona de posible acuerdo que ya había sido esbozada en los encuentros de Oslo y Barbados. En el reporte de wola y usip que ya he mencionado, se resalta una especie de paradoja: tanto el chavismo como la oposición coinciden en adoptar el objetivo de alcanzar elecciones justas, competitivas, como método democrático para distribuir el poder. Pero el significado de «justas y competitivas» no es igual para ambos grupos. Para la oposición, significa elecciones con garantías institucionales y políticas para participar y hacer respetar resultados. Para el chavismo, competir significa llegar a elecciones habiendo podido desarrollar su gestión de gobierno sin las restricciones que le imponen las sanciones, que presuntamente serían la causa de su mala gestión e impopularidad. En mi opinión, esa ecuación resume el nudo de la zona de posible acuerdo negociado, pero solo en la medida en que supone previos acuerdos para reformas institucionales, para permitir el funcionamiento del sistema político y del restablecimiento de la vigencia de la Constitución, así como entendimientos con respecto a la urgencia de atender las demandas sociales y la gigantesca crisis humanitaria. Lo que se ha hecho público, de manera formal, con respecto a los parámetros en los que se espera que se mueva la negociación en México, está contenido en el Memorándum de Entendimiento suscrito por las partes el 13 de agosto. Y en efecto, se sostiene que el objetivo de la negociación es alcanzar un acuerdo para «establecer reglas claras de convivencia política y social, con respeto absoluto a la Constitución Nacional», y que, en términos metodológicos, la negociación se entiende como un proceso integral pero incremental, que admite la posibilidad de alcanzar acuerdos parciales de urgente implementación antes de alcanzar un acuerdo global.
Objetivo y método difieren notablemente de las experiencias anteriores y señalan, como decíamos, una voluntad política de atender el fondo del conflicto. Aunque en el Memorándum se menciona el principio formal de que «nada está acordado hasta que todo esté acordado», se lo relativiza con la posibilidad de adelantar acuerdos que a su vez puedan permitir avanzar en el levantamiento parcial de sanciones o aplicación de licencias, lo que constituye un incentivo importante para mantener la negociación durante el tiempo que sea necesaria. Ello también indica un aprendizaje de experiencias anteriores en las que el principio del «nada está acordado hasta que todo esté acordado» terminó paralizando el proceso. De hecho, es importante subrayar que, en el diseño al menos, la propuesta para esta negociación incorpora las recomendaciones fundamentales de expertos y observadores: se establecerá un mecanismo para la consulta y participación de la sociedad civil en la construcción de una agenda social; se enfocará la mecánica en términos de «hitos» alcanzados como acuerdos parciales; se discutirán las condiciones para la reinstitucionalización, entendiéndola como procesos de garantía que pavimentarán el camino hacia elecciones libres y competitivas. Todo esto está por construirse y deberá sobrepasar obstáculos importantes, en especial considerando que se prevé que la negociación se extienda por meses.
Es imposible predecir los resultados del proceso. Ciertamente, las condiciones hoy son más favorables, en la medida en que las partes no tienen alternativas atractivas en este momento para abandonar la negociación. Pero eso puede variar, y es posible que los resultados de las elecciones de noviembre próximo alteren en alguna medida el panorama; no es posible mantener la negociación aislada del tablero político cotidiano. Sin embargo, hay un elemento político crucial que señala la dirección que se le quiere imprimir al proceso. El Memorándum de Entendimiento comienza con un reconocimiento político mutuo de las partes, como gobierno y como Plataforma Unitaria de la oposición. La figura del «gobierno interino», presidido por Guaidó, no es mencionada en el Memorándum y queda implícito que se abandona el terreno de los «dos gobiernos» en el que se había movido el conflicto en los últimos años. En términos prácticos, se espera que la negociación dé respuesta sobre cómo desmontar, bajo garantías políticas para todos, el esquema de custodia de activos de la Nación que dependía del gobierno interino, de modo que puedan recuperarse para alimentar la urgente agenda social sin ser botín político de ninguna de las partes.
Colette Capriles
Fuente: https://nuso.org/articulo/venezuela-alcanzaran-los-nuevos-incentivos-para-negociar/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/venezuela-alcanzaran-los-nuevos-incentivos-para-negociar/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email
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