Empezamos a viajar «en serio» y bastante jóvenes a partir de los 1960, cuando pareció consolidarse el «estado de bienestar» por el que habían luchado nuestros mayores. Hoy lo hacemos mucho antes, con frecuencia y por todo el planeta. ¿Quién no se ha encontrado en un viaje transoceánico, por ejemplo, con algún bebé que no llega al medio año? o ¿qué familia no nos ha contado los viajes que hace? En ocasiones, a algún rincón lejano difícil de encontrar en un mapamundi. Hace unos años los viajes eran la culminación de la boda. Cuando mis padres, solía ser la isla de Mallorca; mi generación ya llegaba un poco más lejos; nuestros hijos a las antípodas. Ahora mismo, son también citas obligadas en Navidades, Semana Santa o un «break» mensual —hemos entrado en el «post-turismo».
—¿Qué tal tu hijo? ¿Cómo le va? —suelo interpelar a amigos con hijos.
—¡Muy bien! Ahora mismo está en las Highlands —me responden.
—¿No hace mucho frío ahora mismo en Escocia? —me aventuro a preguntar de nuevo.
—¡No, mujer! Son las de Papúa Nueva Guinea —me contestan sorprendidos a causa de mi ignorancia.
Así pues, los jóvenes turistas actuales conocen sitios que yo, viajera compulsiva, y profesionales de los viajes solo conocíamos en sueños a su edad. Incluso me atrevería a afirmar que pocos emplazamientos deben quedar en el planeta por descubrir.
No hace mucho aún me sorprendía este apremio viajero en generaciones que viven pegadas a móviles y otros adminículos electrónicos, ya que están más habituados a lo aparente que a lo real. Con todo, no tardé en concluir que la suya era quizás una pasión turística que huía de lo artificial en pos de la «realidad auténtica». Ahora mismo, sin embargo, creo que había proyectado en otros mis propios deseos.
Para mi viajar era y es una forma de apropiarse del mundo de manera distinta a como lo hacen sus habitantes habituales. De hecho, la preparación de cada viaje lleva su tiempo y de casa salgo con unos objetivos y unas creencias que un viaje «a conciencia» no tarda, en parte, en echar abajo. Más de una vez he dicho «esto no es lo que me esperaba», aunque no como reproche o decepción, sino desde la fascinación y el deleite, y viviendo la experiencia como algo decisivo. Registro mis impresiones, esbozo imágenes, tomo nota de lo que considero reseñable y termino por concluir que he avanzado un paso más hacia el conocimiento y la madurez.
Por el contrario, hoy nadie parece conmovido cuando viaja a las antípodas de su apartamento durante un par de semanas. Como mucho, se quejan del jet lag o de transitar veinticuatro horas de un aeropuerto a otro. No hay manera, pues, de extraerles ningún comentario relacionado con esa «iluminación» que, llegado el momento, nos invade a quienes adoramos viajar. No dejo de pensar que esa falta de «inspiración» viajera quizás sea debida al triunfo de lo efectista o a la apropiación por parte de lo virtual del planeta y que, por tanto, «besar» el suelo del territorio considerado sagrado no tenga ya ningún sentido para ellos.
Esta creencia se arraigó en mí al ver cómo se incautaban los turistas de mi ciudad. De hecho, sus antiguos barrios empezaron a hacérseme extraños, como si hubiese despertado en tierra de bárbaros. Y dicha extrañeza se extendió a otros barrios y ciudades del planeta. Llegó un momento en que pensé si no me estaba ocurriendo lo que a Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka. Aunque, en mi caso, la transmutación no se producía en mí, sino en mi ciudad.
He podido constatar además que hay una obstinación creciente, potenciada en los medios de comunicación, en «maquillar» nuestras ciudades para ocultar su idiosincrasia y favorecer la expulsión de lo distinto. La primera vez me ocurrió en Hungría, cuando todavía formaba parte de la Unión Soviética. En cuanto llegué a Budapest se me informó de qué barrios tenía prohibido visitar. En otra ocasión, al aterrizar en Praga tuve la percepción de que acababa de entrar en un cuento de hadas disneylandés. La experiencia se repitió en Gabón, cuando la cuñada de un ministro del país me mostró orgullosa la leprosería de Albert Schweitzer en Lambaréné. La habían convertido en un hospital «de juguete». Nada dejaba entrever quiénes lo habían frecuentado y en qué circunstancias habían vivido. No obstante, se me pusieron un sinfín de trabas cuando quise conocer las áreas más miserables —y había muchas— de ese interesante país. Mis experiencias no terminaron ahí, pues me he encontrado con casos más surrealistas aún, como la «recreación» en el auténtico desierto que transitó el coronel británico Lawrence durante la I Guerra Mundial del escenario que se montó para la película Lawrence de Arabia, que jamás se filmó en dicho desierto.
Consecuencia dolorosa ha sido para mí la desaparición en los lugares que he amado de aquello que me los hacía más amados, como esas calles de la antigua judería por donde transitaban los espíritus de las gentes que las habitaron y cuyos bajos están ocupados por tiendas donde se venden productos turísticos como chorizos, jamones y trajes de toreros y faralaes. O esa taberna donde nos reuníamos durante la dictadura franquista los jóvenes universitarios que íbamos a cambiar el mundo convertida hoy en pub irlandés. O aquellos barrios por donde transcurrieron fragmentos de vida de nuestras figuras literarias admiradas. La obsesión neoliberal por el máximo rendimiento los ha convertido en «rutas literarias» para turistas iletrados. A tal punto ha llegado su obstinación por la reproducción virtual que no han tenido en cuenta las transformaciones urbanísticas que se han producido ni el parecido sospechoso que han adquirido todas ellas entre sí. Lo comprobé en la de James Joyce en Dublín y la de Allen Ginsberg en Greenwich Village, Nueva York. Y me dejo para otra reseña la peregrinación a la tumba de Pablo Escobar en el cementerio de Medellín, el paseo por los centros comerciales mastodónticos que invaden el planeta —todos iguales a ellos mismos— y la restauración de edificios emblemáticos que han conseguido parecerse como almas gemelas pese a estar ubicados en hemisferios diferentes.
Espero que la flora y la fauna planetarias no se vean afectadas por las decisiones de los «expertos», puesto que llegaría a dudar de mi estado mental si un día encontrase flora colombiana en el Tirol o fauna del parque Kruger en las escaleras del Parlamento Europeo.
Mucho me temo que el turista actual no tenga ningún interés por el mundo «de verdad» y que solo se sienta atraído por aquello que se parezca en grado sumo a lo conocido, comido o bebido a través de las redes. Con todo, me queda el consuelo de que el agotamiento de las fuentes energéticas acabe con esta condenada pulsión viajera y se convierta en turismo virtual frente a la pantalla, menos dañino para el planeta. Solo transitarían entonces por él los migrantes que la crisis climática ha empezado a generar.
Pepa Úbeda
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