Con todo, lo primero que cabría hacer es preguntarnos a nosotros mismos qué puede ocurrir si no tomamos medidas inmediatas ante la constatable aceleración del cambio climático.
Es conveniente, en ese sentido, recordar que, entre sus múltiples consecuencias, una de las más graves para la población mundial —que ya empiezan a padecer algunos sectores y regiones a causa de la subida del petróleo— será la carencia aguda de productos de primera necesidad, tanto alimentarios como sanitarios. Otra, el empobrecimiento del agua potable. Una tercera, la agudización extrema de las temperaturas en todo el planeta, con los efectos ya por todos conocidos. Una cuarta, la escasez creciente de «materiales raros», que afectará al estilo de vida consumista, sobre todo de las sociedades más «avanzadas».
Quizás no tardaremos mucho en escuchar las recriminaciones de quienes ya nos avisaban desde hace décadas de lo que podía ocurrir y que fueron tachados de «Casandras» o «agoreros» por quienes detentaban el poder económico y político y sus incondicionales seguidores (la gran mayoría de la población mundial).
Podrán decirnos con razón que no los escuchamos por múltiples razones —como no querer hacerlo, por ejemplo— y que nos burlamos de ellos y de sus temores. De nada servirá que les respondamos que sus exigencias nos parecían exageradas y propias de perturbados, porque nos achacarán obstinación, sordera, arrogancia e irreflexión por no habernos parado a pensar en las múltiples y evidentes pruebas de que la catástrofe se avecinaba.
Intentaremos defendernos alegando que pusimos voluntad en documentarnos acerca de lo que nos anunciaban, pero que terminábamos rechazándolo porque creíamos que sus advertencias estaban impregnadas de fanatismo, extremismo y repudio ante cualquier discrepancia que emanase de nuestras fuentes de información. De nada servirá lo que les respondamos —insisto—, porque nos acusarán con razón de mirarlos con aires de superioridad, haber enterrado la cabeza debajo de la arena y empeñarnos en mantener un estilo de vida consumista que aceleró todavía más si cabe nuestra propia desintegración como especie.
Nos culparán de no haber pensado en absoluto en el mundo que les íbamos a dejar a nuestros descendientes cuando ya teníamos pruebas de que algo muy desagradable —migraciones forzosas por sequía o aumento del nivel del mar, guerras por el agua, aparición de pandemias…— estaba ocurriendo.
De nada servirá tampoco que nos disculpemos diciendo que no teníamos ni idea de lo que podía ocurrir, porque los medios de comunicación no nos informaban, ya que esas «Casandras» o «agoreros» sí que lo hicieron.
Creo que, aunque tarde, tendremos que empezar a pedir perdón…
A lo largo de los últimos artículos relacionados con el cambio climático, he ido apuntado delicadas situaciones medioambientales y socioeconómicas que aparecerán por primera vez, otras que se mantendrán y unas terceras que se agudizarán.
Entre las primeras, la aparición de enfermedades nuevas que llegarán a convertirse en pandemias que afectarán a todo el planeta. Entre las segundas, extremos desequilibrios sociales. Entre las últimas, conflictos bélicos violentos a causa de la escasez de agua y como consecuencia del cambio climático, lo cual supondrá una grave amenaza para la paz mundial.
¿Qué podríamos hacer YA para impedir el colapso total?
Por un lado, leer libros e informes —como los que saca a la luz el IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático), que ha resultado ser una fuente indispensable de conocimiento— que nos saquen de la ignorancia y la confusión.
Por otro, atender a lo que dicen los máximos expertos en el ámbito medioambiental. Entre ellos, los climatólogos. No así los meteorólogos o científicos pertenecientes a ramas del saber no especializadas en el cambio climático. Asimismo, hay que indagar si, en realidad, no estarán financiados por agentes con intereses en las compañías de combustibles fósiles, hecho bastante generalizado como se ha podido comprobar ya. No podemos olvidar, además, que los científicos no son «santos» en batas de laboratorio. Recordemos que el 97% de los climatólogos asegura que el cambio climático existe y que el restante 3% está empezando a reaccionar y a aceptar lo afirmado por sus colegas mayoritarios. Mucho han ayudado en ese sentido las observaciones constantes y cuidadosas a lo largo de decenas de años por parte de expertos reconocidos a nivel mundial.
Igualmente, no podemos aceptar de forma absoluta como pretenden algunos científicos que el aumento de la temperatura media no solo depende de la concentración de gases de efecto invernadero —como el metano y el óxido nitroso—, sino también de los cambios en la órbita de la Tierra y la actividad volcánica, porque está perfectamente demostrado que se aprecia un efecto considerable de la influencia de los combustibles fósiles en dicho aumento de temperaturas. Por cierto, el metano produce un efecto invernadero muy intenso y, por tanto, una aceleración aún mayor del cambio climático.
En cuanto a la actitud ante el cambio climático que ofrecen los distintos colectivos humanos del planeta, hasta ahora son las comunidades anglosajonas aquellas más conscientes, tanto de su existencia como de sus efectos sobre la Tierra. Ciertamente, más de la mitad de sus miembros afirma ya que somos los seres humanos los causantes de dicho cambio. En cuanto a conciencia pública, destaca la población australiana, canadiense y británica, aunque el escepticismo se va extendiendo progresivamente por todo el mundo. De todos modos, a nivel estatal, los países más concienciados son Alemania y Suiza.
Por lo que respecta al ámbito político, las actitudes personales ante el cambio climático no dependen del nivel educativo o cultural de los ciudadanos, sino que tienden a reflejar en general y fundamentalmente sus afinidades ideológicas, políticas y sociales. En ese sentido, se trata de un obstáculo, porque el público acepta mucho más lo que les dicen sus dirigentes que los científicos con aportaciones incontestables. Solo adaptando las estructuras del razonamiento científico a esas respuestas sociales podríamos cambiarlas.
Ciertamente, una vía eficaz podría ser la denuncia de los vínculos entre los científicos que niegan el cambio climático o lo achacan a causas distintas de los combustibles fósiles y las donaciones procedentes de quienes detentan la propiedad de dichos combustibles. Valdría la pena que la gente comprobase que hay controversias públicas cuidadosamente dirigidas por ellos, puesto que constatarían los intereses que ocultan. De todos modos, tanto las donaciones como las manifestaciones públicas negando el cambio climático han empezado a disminuir desde 2015, pero la derecha ideológica internacional sigue torpedeando cualquier intento de freno al cambio climático; por cierto, los medios de comunicación generales, al servicio de dichos intereses, nada hacen por revertir la situación. Todavía más: hay páginas web que se autoproclaman científicas y que siguen negando el cambio climático.
Tampoco los políticos pertenecientes a los grandes partidos consolidados intentan llevar a cabo cambios, por su dependencia de los grupos de poder mundiales y, quizás, por la falta de presión de la ciudadanía. Admitamos, pues, también nosotros, un «mea culpa».
En esa tesitura, solo el establecimiento de comisiones públicas a nivel local, estatal y global podrían revertir la situación. Con ello, se vería de forma meridiana qué motivos económicos y políticos mueven a unos y otros.
Finalmente, el gran obstáculo con el que se encuentran quienes son conscientes del serio peligro que atravesamos es el rechazo social a considerarlo el problema más grave que padecemos; consecuencia de su ignorancia acerca de la realidad.
La gente, a causa de una formación e información deficientes, no conoce o no quiere ver el inmenso sufrimiento que se derivará del cambio climático. Los medios de comunicación no ayudan en ese sentido, porque o bien ocultan datos —como no hablar de las difíciles situaciones que ya se están viviendo en algunas regiones del planeta—, o bien obvian la relación entre los desastres y el cambio climático y lo achacan a situaciones puntuales sin analizar ni los orígenes ni las repercusiones, o bien llegan al escarnio extremo al afirmar sin el menor atisbo de vergüenza que el cambio climático también traerá «cosas buenas», como que haya temperaturas más «benignas» en ciertas regiones del planeta…
No obstante y centrándome tan solo en la especie humana, la temperatura máxima a la que las personas podemos sobrevivir depende de la humedad en el ambiente, el tiempo de exposición y la disponibilidad de agua fría. Así, varias horas a 47ºC en un ambiente tropical resultarían letales para la supervivencia. Eso, sin contar con el grave problema que implican situaciones como el deshielo o el permafrost, que aceleraría aún más el aumento de las temperaturas.
Quienes son conscientes de la gravedad de la situación quizás deberían elaborar informes científicos que se adaptasen al nivel de conocimientos de la gente de la calle, que constituye el 95% de la población. También sería interesante que los modelos climáticos se simplificasen para que esa franja poblacional supiese interpretarlos.
Tampoco estaría de más elaborar simulacros de situaciones muy probables que se desarrollarían como consecuencia del cambio climático. En una cultura audiovisual como la nuestra, tendrían un carácter pedagógico positivo. Así, sería interesante que el público pudiese visualizar cómo muchas regiones del planeta se hunden bajo las aguas, con lo que ello implica: migraciones millonarias en cuanto a personas y animales y desaparición de flora. También el aumento de episodios extremos y situaciones gravísimas a causa de las sequías, que están provocando ya migraciones millonarias y que desconocemos por culpa del silencio de los medios de comunicación.
Ciertamente, no podemos obviar que hay problemas actuales muy serios que no se pueden dejar de lado; pero no olvidemos que muchos de ellos ya son consecuencia del cambio climático y, si no nos lo tomamos en serio, irán apareciendo muchos más que incidirán en las generaciones futuras. Tenemos que pensar en ellas, en la felicidad como meta, en los derechos humanos más fundamentales no solo para nosotros sino también para nuestros descendientes, en que nuestros problemas personales no impidan la defensa del planeta y en que tenemos que reunirnos y hablar de muchas cosas: reforestaciones, informes fiables, reforma de agricultura y ganadería, renovables «de verdad», decrecimiento, quién pagará la factura del freno al cambio climático, crear una democracia universal… Solo así estaremos dispuestos a sacrificarnos.
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Traducción del título (J’accuse…!) del artículo del escritor Émile Zola.
Pepa Úbeda
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