En Namibia, como en otras regiones africanas, tanto la naturaleza como sus gentes se me hacen inseparables, pues me resulta difícil ver a los unos sin la otra. Además, sabana y desierto conforman con el Atlántico un arco iris de agua, arena y valles sobre los que vagabundean las tribus más antiguas de la Tierra mientras no se demuestre lo contrario. Muchas de ellas emigradas a causa de guerras, miseria y represión política de sus gobiernos respectivos. En última instancia, explotadas todas por el blanco —ahora también deberíamos incluir al «gigante amarillo»—, que huyó de Europa por las guerras de religión primero —sería el caso de los hugonotes, por ejemplo— y para dominar el mundo más adelante —sería el caso de holandeses e ingleses, quienes sometieron el sur del continente e impusieron el abyecto apartheid.
Podría contar muchas cosas de Namibia. Con todo, no hablaré ni del Etosha Park ni de la Skeleton Coast ni de la Duna Número 45 ni de Katutura ni de las puestas de sol en el Kilimanjaro. Me limitaré a una descripción «comparativa» entre dos plazas: una de la Valencia española y otra namibiana.
Hacía un par de semanas que había vuelto de ese país sudafricano y todavía padecía Valencia un calor asfixiante aquel atardecer, más propio de este cambio climático que nos ha tocado en mala suerte. Una serie de compromisos me habían llevado a la Plaza del Patriarca, donde está ubicado el primitivo edificio de la Universidad de Valencia (s. XV), barrio en la que han abierto tienda las firmas más caras del mundo. Me sorprendió la forma en que «volaba» la vida, pues criaturas de corta edad corrían por ella bajo la atenta mirada de sus cuidadoras, madres y abuelas; también de algunos padres y abuelos.
De forma inconsciente, mi recuerdo «voló» a otra plaza del Kaokoveld, rodeada por un «kraal». Dejadme que os aclare que un «kraal» es un cercado en cuyo interior hay cabañas habitadas. Suele asociarse con el corral y la ganadería, aunque la palabra «kraal» —de origen zulú— nada tiene que ver con nuestro «corral», a pesar de que fonéticamente nos lo recuerde.
Yo había ido para conocer a los himba, habitantes del lejano noroeste de la región. Aun siendo invierno y llegar muy temprano, ya hacía bastante calor. Me encontré con mujeres y niños de todas las edades, pero no con hombres, ya que habían marchado con el ganado en busca de pastos y humedad o a trabajar en las minas propiedad de los blancos o a luchar contra países vecinos o a buscar «refugio» en el «continente rico», allá en el norte. Acaso muchos de ellos habían muerto de SIDA o en alguna batalla; o habían sido hechos prisioneros y, por tanto, esclavizados. El único hombre que quedaba en el poblado, el anciano jefe de la tribu, había sido ingresado en un hospital a causa de la malaria y murió un par de días después.
La vida allí transcurre con lentitud. Por la mañana, las mujeres se maquillan cuerpos y cabellos con una mezcla de barro, tintes naturales y hierbas aromáticas que las embellecen y perfuman, así que su piel deviene brillante como el cobre: una lección magistral de erotismo. El resto del día, elaboran alhajas y confeccionan faldas sentadas a la puerta de sus cabañas mientras mantienen una animada cháchara. Son cabañas donde guardan sus escasas propiedades y donde se mantiene encendido todo el día un fuego protector. No describiré sus faldas —expresión de estatus— ni las habitaciones donde duermen, puesto que viven literalmente a la rasa. Sí que querría, sin embargo, decir algo de la chiquillería —sagrada para los adultos—, que tiene adjudicadas tres tareas: jugar, cuidar de las aves del corral y buscar agua subterránea para no morirse de sed en territorio de sequía extrema.
Debían de ser las ocho de la tarde cuando empezó a llover a mares en la plaza de la vieja universidad valenciana. En un «batir de párpados» desapareció todo el mundo: chiquillería, cuidadoras y familias. La explanada se sacudió ligeramente el calor de encima, cuando ya los pequeños habían encontrado cobijo en casa donde posiblemente les esperaba un potente aire acondicionado, sofisticados juegos de ordenador, móviles de última definición y una cola «green» o un zumo elaborado con «productos orgánicos».
Mientras tanto, supongo que como la señal horaria de Namibia es cercana a la nuestra, la chavalería himba ya debía de estar acostada a la puerta de casa, muy probablemente muerta de sed. Con todo, estoy segura de que, por no haber llovido en absoluto y tener una contaminación casi nula, quizás estaban disfrutando de todas las estrellas del cielo iluminándoles cara y cuerpo sin necesidad de maquillajes y con una luna tan grande como una sandía peinándoles con arena los sueños.
Pepa Úbeda
Deja un comentario