Waldo, en un sentido exacto, esta revista es su revista y la de todos los que me rodean y me rodearán en lo venidero. De los que han venido a América, de los que piensan en América y de los que son de América. De los que tienen la voluntad de comprendernos, y que nos ayudan tanto a comprendernos a nosotros mismos.
Este sur hace eco al sentido labrado hace 86 años, con otras miradas y otras necesidades, pero indudablemente forjado en ese espíritu que nos llama constantemente a revelarnos como un algo diferente, propio, un pensamiento que no renuncia a ser y que no concede docilidad al verse a sí mismo ante el mundo.
Como ese Sur, lejano ya en el tiempo de su inicio, y como este, mucho más cercano, existen diferentes y diversos Sur, pero hay algo que les hermana, que no les permite diluirse en el régimen, aun cuando el sur argentino hubiere sido inculpado de ser de la elite intelectual burguesa, es esa resistencia a dejarse diluir en el norte, con sus grandes monumentos, con sus eficaces teorías, con sus indiscutibles logros, con sus grandes universidades, con su civilización, de la cual somos parte aunque protestemos, aun así, somos Sur.
En el cuarto número de la Revista Sur, la argentina, salido a la luz en 1931, se publicó un ensayo de Waldo Frank: escritor norteamericano de origen judío, que estudio la américa hispana. Este ensayo escrito en un estilo muy diferente al actual, enriquecido por metáforas y giros literarios, propone una lectura del mundo americano analizando la particularidad de la América poblada por los ingleses y la poblada por los españoles, las diferencias religiosas que abren caminos distintos a la comprensión y la interacción con el mundo, llegando a afirmaciones criticas como “En el capitalismo los elegidos son los ricos y los condenados los pobres y ambos son necesarios en el equilibrio social” o “Los economistas del capitalismo racionalizaron la esclavitud de los más, para salvar la anarquía de la naturaleza humana no regenerada, con el dominio de los ambiciosos, como una estructura divina sobre la cual estos ambiciosos pudiesen apoyarse, seguros de la justificación social.” .Para quienes quieran y tengan la paciencia de leer estas 27 paginas les dejo acá con el ensayo de Waldo Frank.
Carlos Albero Lerma Carreño
Investigador Sur
El mundo Atlántico
- El oro y la máquina
El conquistador buscó el oro, y el oro es el símbolo de la voluntad de los hombres que asolaron dos continentes al crear la América Hispana. El oro es concreto y convincente; sin embargo, parece que tiene un poder mágico, ya que en sí mismo no es nada. Su valor es egregio, pero su gracia es democrática porque cualquiera puede ganarlo. Es inflexible y constante: con él se puede dominar el mundo; sin embargo, es estéril porque no tiene energía, y tiene sólo la vida del que lo posee o del que quisiera poseerlo.
La voluntad de España en los siglos XV y XVI fue hacer del mundo el cuerpo de su estado y de su estado el cuerpo de Cristo. Y la conquista de América fue una cruzada popular por dar realidad a este sueño. La verdad y la fe han de ser tangibles como el oro. La salvación de las almas se gana mediante el sacramento, es decir, mágicamente. Es un proceso técnico como el del dinero al comprar un pan o un pedazo de tierra. Es negociable también y se halla como el oro en las manos de los inteligentes. La república cristiana (en la que Inglaterra, Alemania y hasta Francia fracasan) debe de ser algo así como la moneda toda de la tierra, fundida por el amor de Cristo y estampada con el troquel de España, y que el hombre posee completamente para pagar el cielo con ella en el momento oportuno.
Los hombres que poblaron las Trece Colonias del Norte llegaron y trabajaron con el espíritu de la máquina. La máquina es una encarnación de la acción física y está en oposición al pensamiento y a la sensibilidad. Por medio de la inteligencia, de la emoción y de la imaginación, el hombre logra la unión con el mundo. El cuerpo, en cambio, parece que le separa de él. La máquina puede, desde luego, servir indirectamente a esta unión mientras ella no sea más que el siervo del espíritu del hombre; pero en esencia no es más que la mano habilidosa extendida, la mano racionalizada e hipertrofiada.
A pesar de la aguda inteligencia que inventa y desarrolla la máquina, y a pesar del profundo pensamiento filosófico y jurídico que la precedió, la máquina es, ante todo, un producto del corazón. En otras muchas épocas ha tenido el hombre inteligencia adecuada para engendrar la máquina; pero en los tiempos todos de luz espiritual, el corazón de los hombres ha anhelado o el contacto con la tierra o el contacto con Dios, o ha ido tras la sabiduría o ha buscado la paz, fines todos a los que la máquina no puede servir de una manera directa, por lo que el pensamiento no se inclinó a desarrollarla. No es la máquina una mano para acariciar y conocer a la tierra como la madre legal, ni para ganar la salvación del alma tampoco. Bajo sus formas infinitas y en su esencia principal es el siervo del corazón que ansía ganar la tierra para su propio fin y transformarla en un apéndice del cuerpo. Es la mano del corazón del poder no del corazón del amor* . Siempre existe esta clase de corazón. Es el corazón normal del niño en el momento de transición que hay entre el animal y la confraternidad humana de la vida, cuando lucha por afirmarse y por imponerse sobre todas las cosas y todas las personas. Pero ni el niño, ni la raza de los niños inventan la máquina. Les falta inteligencia.
Y he aquí que en la Europa medieval el hombre fortifica su pensamiento. Toda la savia maravillosa del mundo mediterráneo le nutre. Toda la sangre nueva del norte germánico le vitaliza y el descubrimiento de sí mismo como parte del cosmos cristiano levanta hasta el éxtasis su pensamiento de la Europa medieval; no inventó la máquina tampoco; su interés iba hacia otros fines que la máquina no podía alcanzar, y cuando la síntesis medieval se desmoronó, el corazón del hombre fue desposeído una vez más de su unión consciente con el Todo; una vez más vino a ser el átomo voraz del niño en la vida de transición que va del animal al ser humano. Este nuevo corazón infantil había heredado el viejo pensamiento de la Europa cristiana, un pensamiento extraordinariamente fuerte y sutil. Y la combinación del corazón y de la voluntad desaglutinante del niño con la altiva inteligencia del hombre fue la que inventó la máquina.
Esta amalgama del corazón y del pensamiento que produjo la máquina existió en Europa mucho tiempo antes de que la máquina práctica apareciese. Prevaleció singularmente en aquella parte del norte que por razones fundamentales rompió con la iglesia de Roma y que fue la que más tarde pobló las colonias que ahora son los Estados Unidos. Una centuria antes de aparecer la era industrial hubo hombres en Inglaterra,* para quienes la máquina era el símbolo de su vida. El corazón de estos hombres se había desligado de la Santa Iglesia Romana. Su voluntad se había disociado del cosmos; su apetito egoísta y su pensamiento utilitario se habían vuelto hacia la tierra. La teología de la iglesia había luchado por contrarrestar la codicia de los hombres; ahora los fragmentos sueltos de aquel credo justificaron esta codicia haciéndola aparecer como el camino del Señor y justificaron el éxito material haciéndola aparecer como prueba de la gracia de Dios… Aquellos hombres cuyo espíritu consideraba la máquina como símbolo eran hombres de empresas y no de sacramentos. Creían que ellos y sus conventículos eran los elegidos. Y la voluntad de la salvación exclusiva les llevó a sacar de los libros cristianos todas las doctrinas que pudiesen justificarles. El católico, al buscar la integridad cuyo cuerpo tenía que ser la humanidad entera, se fue dando cuenta de una manera imperfecta y vaga, ya que ninguna alma está separada del Todo, de que no habla más que una salvación universal. De aquí su frenética y patética voluntad para imponer la salvación a menudo, por medio del fuego y de la espada. El protestante, al amar su atómica individualidad, quiso ante todo su elección personal, negó la integración más allá de la secta y gradualmente fue convirtiendo su indiferencia por los demás en la virtud de la tolerancia.
El símbolo visible de su unicidad, el asiento de su voluntad divorciada fue desde luego SU CUERPO. No el cuerpo que siente y que piensa y que conoce, que es la forma más espiritual de lo universal, sino el cuerpo como una mera extensión de la voluntad animal. A pesar de la espiritualidad del mundo protestante, esta fase animal del cuerpo vino a ser cada vez más la norma de sus valores. Por esto su gracia predestinada buscaba el triunfo del cuerpo, el triunfo material como una evidencia; y el rigor puritano del otro mundo se cambió en un ascetismo terrenal que atemperó el cuerpo, no por amor de la gloria, sino más bien para convertirle en un arma despiadada de los poderes del mundo* .
Para estos hombres el oro no fue un símbolo. Pero el espíritu de la máquina -suelto, agresivo, físicamente cargado de intenciones- estaba en ellos. Y de su alma salió inevitablemente el culto y el perfeccionamiento de la máquina.
La voluntad cuyo símbolo era el oro y que se acomodó de preferencia en España, es también un resultado de la muerte del mundo medieval. La Iglesia había luchado por hacer del hombre una unidad dentro de sí mismo y dentro del cuerpo de la humanidad y por mover todos sus impulsos y sus partes en la divina dirección que marcaban las agujas góticas. El mundo de la tierra tenía que ser como la catedral una materia vil hecha luminosa por la fuerza de un designio y que se alzaba como un oscuro embrión, hacia el nacimiento de los cielos. Cada pasión humana y cada grupo social tenían su parte en ella. Sin embargo, mientras el corazón de Europa se movía hacia la salud espiritual y su pensamiento proyectaba la santidad y su imaginación llevaba por medio de las artes la experiencia de la integración a los siervos humildes, dentro del cuerpo católico se movían instituciones sociales, voluntades instintivas, conceptos intelectuales que trabajan por destruirla. Era el legado de las costas mediterráneas, en donde la Iglesia había sacado las piedras de su doctrina. Contra la voluntad unitaria de la Iglesia, este legado llevaba la tendencia dualística propia de las sociedades esclavas que lo hablan transmitido. Y así, mientras Roma trabajaba por crear un solo cuerpo sagrado de todos los hombres, vio ya dentro de este cuerpo, que las almas individuales eran substantivas y no relativas, absolutas y no funcionales, y retuvo, ilógicamente, sin embargo, la entidad finita de Grecia para expresar lo infinito y lo eterno del judío que los hebreos, sabiamente, no habían atribuido a la marcha fugaz de los hombres. La consecuencia fue que estas almas no regeneradas aún y fortalecidas por la doctrina cristiana, se condujeron como monarcas y, reventando y despedazando al fin el cuerpo cristiano. Y así mientras la Iglesia visible y el Estado lucharon por ser aún los órganos de una invisible comunión, los gobernantes llevaron su propio monarquismo a sus instituciones y lucharon por vencer a sus rivales y no por unirse con ellos. Las instituciones, al fin, hicieron velar la síntesis de Europa en un caos clamoroso de estados, de clases y de iglesias… y mientras el Santo Imperio Romano* se esforzaba por considerar la vida terrenal como el teatro inmediato (donde el hombre, para salvar su alma tenía que actuar), sus valores radicaban en la otra vida. La doctrina paulina la obligaba de continuo a condescender con el desprecio de la carne, y al desdeñar la tierra (la muerte no significaba nada) tuvo que defender las odiosas instituciones esclavas que Europa había heredado de sus antiguos paganismos. El mundo se envenenó alrededor de las grandes catedrales y al fin los esclavos se alzaron buscando aire y salud; derrumbaron la Iglesia que mantenía a sus amos y repudiaron su verdad porque esta verdad la habían mezclado los padres de la Iglesia intrincadamente con la falsedad que les agobiaba.
En Inglaterra, la ruptura con Roma fue franca; tuvo una forma activa y fue labor de la voluntad personal. En Francia la secesión fue intelectual y social; se retuvo la estructura de Roma. El nacionalismo triunfante de Enrique IV y de Luis XIV y el jansenismo ortodoxo de Pascal simbolizan el fecundo espíritu contemporizador por medio del cual Francia está lista siempre a renovar su espíritu sin romper absolutamente con su cuerpo tradicional. Esta es la razón por la cual Francia pudo crear la Enciclopedia, la Revolución y el arte romántico sin desprender una piedra siquiera de sus catedrales. En los pueblos italianos y en los países germánicos del Sur, el catolicismo prevaleció, pero desmedrado, tieso y ruinoso, hasta que ya no pudo sostener más la vida del hombre. Las luces del Renacimiento comenzaron a irradiar fuera del cuerpo espiritual de la Iglesia que -como el oro de sus altares- se había hecho ya demasiado rígido para contenerlo. Roma, la acogedora de todos los impulsos en la quieta armonía de Dios que Dante concibió en su Paraíso, se convirtió ahora en la recusadora de todos los impulsos. Rafael revivió la danza serena de la Primavera de Virgilio y la salvó dando a los danzadores nombres eclesiásticos. Miguel Ángel, luchando por conservar torcimientos musculares de las figuras agonizantes. Leonardo, bajo la máscara de la aceptación, se acogió al mundo prometeico cuyo divorcio de Roma se mueve en la irónica llama de todos los rostros que pintó. Y Galileo, simbólicamente obligado a retractarse de la ciencia tierna y alegre de la materia en movimiento, murmuró eppur si muove, pregonando así el sino de la Iglesia que habiendo sido en otro tiempo la recogedora de todas las canciones de occidente, ahora ya, desmedrada y tiesa, no podía ni resistir siquiera la más sencilla vibración física.
Pero en España esta declinación se mezcló con una vida nueva, cuyo desbordamiento maravilloso hubo de convertirse en las viejas Américas y en la promesa del Nuevo Mundo. España había vivido siempre en una frontera de Europa, y por África mundos extraños la invadieron profundamente y la transformaron. Pero la misma Roma imperial transformó a España sólo en la medida en que España misma transformó a México y al Perú: dando un nuevo avatar a la vieja cultura. Durante setecientos años, esta España -celtíbero-fenicia-románica-visigótica- había estado luchando con el árabe y el moro, viviendo con ellos y viviendo con el judío también. Cuando Isabel los arrojó al fin para crear la nueva nación, estaban ya en el espíritu de España y en ella quedaron para siempre. España acepta el cuerpo doctrinal de Roma con todo el fervor otoñal de la Contra-Reforma, pero con la pasión del semita por la teoría efectiva. El místico español del siglo de oro está más cerca del profeta hebreo para quien la conducta del hombre es la presencia de Dios, que del platónico que hace una sombra de la tierra para poder escaparse de ella o despreciarla al menos; y está más cerca del pensador árabe cuyo materialismo dinámico predice el cósmico tanteo de la ciencia moderna y más cerca también del guerrero moro que convierte en ejércitos su orden. Cuando termina en la nación la larga cruzada cristiana contra el infiel, el empeño del cruzado se ha hecho ya la medida del pensamiento y del músculo de España; y la misma corriente que lleva al Islam desde Bagdad a Viena, carga la voluntad católica de Isabel para llevar a Cristo a las Indias. El castillo de Castilla marcha al través del océano.
Esta energía tempranera de España no fue completamente católica. Tenía fuertes rasgos semíticos y berberiscos. Y porque era un escape de la voluntad atómica, un desbordarse de la infinita propia afirmación en la empresa de la conquista, fue parte esencial del quebrantamiento de Roma y fue el conductor de las semillas de la decadencia católica. Pero los valores y las formas conscientes del cruzado español fueron católicos y medievales. El conquistador, el monje, el hacendado y el amanuense que poblaron América fueron hombres del Renacimiento, hombres desprendidos de la inmóvil síntesis de Roma, pero amantes de ella todavía, que traían a América su cuerpo desvaído.
Al símbolo de estas formas rígidas y mágicas, y de la codicia de estos hombres, le hemos dado el nombre de oro. Pero los españoles trajeron a América también el espíritu humano imperecedero cuyo cuerpo era la Iglesia y todo el mundo mediterráneo. Trajeron la tradición de la vida como un todo orgánico que cada hombre y cada grupo crean buscando y representando su parte correspondiente. Y trajeron esta dramática esencia de toda sabiduría: la vida de la unidad personal disgregada es condenación, y la vida integral donde la persona es como un elemento del todo, es salvación y belleza.
Los hombres que poblaron Norte América, después de separarse de Roma y virtualmente de la Inglaterra Anglicana, no fueron hombres del Renacimiento, sino de la Reforma.* Fueron abiertamente lo que el español llegó a ser por medio de su voluntad impulsiva: átomos sueltos del cuerpo medieval que nunca los había sujetado como sujetó a Francia, a Italia y a Alemania, átomos pendientes sólo de sí mismos. Pero fueron hombres también que llevaron consigo desde Europa, al menos en fragmentos, ciertos valores de la República Cristiana. Su vago sueño de un nuevo mundo en Massachusetts fue un legado de los Apocalípticos y de los Padres de la Iglesia que quince siglos antes hablan edificado el «Nuevo Mundo» de Roma. Su democracia fue una evolución de la semilla hebraica cargada de la justicia social que la Iglesia Católica había plantado en el pecho de sus antepasados ingleses.
- Las dos mitades del mundo americano
Tras los símbolos del oro y de la máquina se ocultan conceptos de la persona; y la realización de estos conceptos son la América anglosajona y la América hispana, donde los hombres viven hoy. En el norte, esta persona más separatista y más desligada de los valores cristianos de la Europa medieval, destruyó todo lo que no se acomodaba a su espíritu y creó un mundo casi exactamente a su propia imagen. Una América benigna además, habitada en su mayor parte por tribus trashumantes, apenas le opuso resistencia. Al revés que de México al Perú. El dinamismo egoísta del español fue constreñido por las fórmulas de la Iglesia y refrenado por el idealismo católico en su fase de universalidad. El español fue menos atómico y mucho más receptivo. La América humana que encontró era, además, más potente, y la América física un tumulto de nieves y de fuego, una infinitud de llanuras y manigua.* Con este mundo se fundió en vez de destruirle, y el mundo que creó, aunque un fragmento también, fue más complejo que el de los hombres del norte, sus enemigos de Inglaterra.
No hay duda de que el protestantismo apareció antes en las colonias inglesas que el capitalismo; no hay duda de que el concepto de la supremacía de la persona individual que vivía ya en la Gran Bretaña desde Duns Scotus, y que floreció de diversos modos en los credos protestantes, fue un carácter a la vez del capitalismo; y no hay duda tampoco de que el capitalismo tomó sus rasgos principales de los protestantes. De esta serie de yuxtaposiciones se ha querido deducir que el capitalismo es un fruto de la religión protestante.* Parece más exacto considerar a los dos, al protestantismo y al capitalismo (y a la democracia también), como tendencias coevas del alma europea separada de la síntesis católica.
Todas son formas racionalizadas y sofísticas, en grados diferentes, del estado del corazón y del pensamiento que hemos denunciado al deshacerse la Europa medieval. Intrincadamente mezcladas aparecen todas juntas al descomponerse la fábrica de la Europa feudal. Y no sólo en los países “protestantes-capitalistas-democráticos”. El florecimiento de las ciudades germánicas tiene su réplica en las comunidades españolas, y el apogeo de los protestantes del norte tiene la suya en el quietismo y en el priscilianismo herético que perturbaron la España del siglo XVI. Calvino, la cabeza intelectual de la Reforma, era francés, y los hugonotes de la Rochelle meridional no eran más protestantes en espíritu que los jansenistas septentrionales de Port-Royal. En realidad, la ilustración del siglo XVIII francés (la Francia Católica) contribuyó igual que el idealismo protestante de Alemania y el liberalismo británico a la creación del capitalismo moderno y de la era democrática. En el sur de Europa, la forma católica prevaleció y las tendencias que en otras partes degeneraron en el “protestantismo – capitalismo – democracia” no murieron, pero se conservaron subjetivas.
La esencia de estos tres términos considerados, no como instituciones sino como actitudes dinámicas del hombre, tienen un aspecto doble: los tres son el último fruto de la gran cultura cuyo momento de sazón fue el Santo Imperio Católico, y ellos representan, considerados como energía, el virus destructivo dentro de aquella cultura. Virus que trabajó más rápida y directamente, aunque no de una manera más definitiva en Inglaterra que en Italia y en España. El principio activo de este virus es el ego separado que tiende a ser agresivo, materialista y racionalista (la racionalización es el pensamiento movido por motivos egocéntricos y se distingue de la razón porque la razón es la medida del pensamiento mediante la cual el individuo se ayuda a sí mismo para encontrar su lugar y su parte en un mundo unitario)…
Protestantismo. Es un conjunto de impulsos complejos en el fondo, con un término común, maravillosamente enmascarado: la afirmación del yo natural (no regenerado). La verdad de la Revelación, inicia Lutero, reside en el alma del hombre y tiene que ser expresada por el pensamiento de cada hombre. Este camino, y Lutero lo vio, conducía al caos; por esto completó su premisa con la Gracia. La mente individual del hombre era conducida rectamente a la verdad evangélica por el don divino de la Gracia. La fuerza reside aún en la propia afirmación, aunque el ser es místicamente conducido. Lutero, al abandonar el mágico sacramento de Roma, no puso en su lugar un método o una disciplina mediante los cuales se asegure la salvación del alma. La Gracia es sobrenatural; no viene al hombre por ningún esfuerzo: el hombre la tiene “naturalmente” o no la tiene. La persona salvada, según Lutero, no está regenerada en esencia. Calvino lleva el tema de Lutero a su lógica conclusión. La Gracia, dice, es una esencia predestinada que separa ineluctablemente al condenado, del elegido. Ninguna acción del condenado puede salvarle y las acciones de los ya malvados únicamente revelan su bienaventuranza como el calor revela el fuego.
Esto es individualismo disociado radicalmente de la vida humana. La realidad, para Calvino, es un alma separada. Un alma salvada, él la concibe definitivamente separada del resto de las almas precitas. Y separada hasta de sus propias acciones que en el mejor de los casos no son más que meras pruebas temporales “características secundarias”. Su propia afirmación depende de otro aniquilamiento y del aniquilamiento de la acción. Los católicos habían luchado desatinadamente por entender y asimilar otra verdad que no fuese la salvación individual: la beatitud debe ser universal puesto que cada alma es una parte del todo. Sintieron la falsedad (los sacerdotes vagamente, los místicos con violencia) que había en la dicotomía de la predestinación y el libre albedrío. Y sintieron que la libertad era el fruto de la aceptación y de la realización de la expresa parte cósmica de uno en el Todo. Calvino desecha todas estas aproximaciones a la verdad y dice que el hombre no es libre; que la mayoría de los hombres están condenados, y que los elegidos reciben su gracia como una dádiva predestinada que separa francamente su esencia de sus hermanos y de la Naturaleza.
A primera vista, este credo parece “espiritual” y absolutamente extraterrenal. Parece, en efecto, una rápida ascensión por parte del trascendentalismo de San Pablo. Pero en la realización de un punto de vista, no tanto la palabra del hombre como el impulso y la imagen que hay detrás de ella, será lo que le dirija. Y si el impulso es contrario a la palabra, las acciones del hombre lo revelarán en seguida. “El alma” cuya premisa, de cualquier manera que sea, es una separada elección, es tan sólo la máscara o el nombre de la voluntad separatista, de la codicia y de los apetitos del cuerpo. Esta es una ley que no pretendemos probar aquí ahora. Pero la historia de las sectas protestantes de los Estados Unidos lo prueba suficientemente para nuestro propósito inmediato. Sectas eran que pronto se hicieron abiertamente materialistas y adquisitivas y declararon la guerra a los principios estéticos, intelectuales y emocionales del hombre; y al principio de unidad, y al religioso, por lo tanto. El ascetismo calvinista que buscaba el otro mundo, mostró su calidad en el ascetismo terrenal del pionero y en el de su vástago anodino el “go-getter”.
También, a primera vista, la importancia que Lutero atribuye al individuo en la Gracia, en la consciencia y en la interpretación de la Escritura, parece asegurar el crecimiento de la persona verdadera, tanto tiempo sumergida en el mágico formalismo de la Iglesia Católica. Pero aunque las derivaciones laterales de la delincuencia católica -el Romanticismo, el Idealismo filosófico y sus frutos científicos- condujeron indudablemente al redescubrimiento de la persona en sus verdaderos aspectos, el protestantismo en sí, no tuvo esta virtud. Su concepto de la persona fue falso, mientras asumió la separación del alma y concibió la Gracia independiente de la actividad del hombre con los demás hombres y del esfuerzo de sus obras en la propia recreación.* Toda persona que desconozca sus dimensiones sociales y cósmicas y que crea que su salud espiritual es extraña a su conducta, no es real. Y el credo que propague una falsedad del ser, será alejando poco a poco de la verdadera comprensión del ser. También esta ley es defendida por los hechos. El norteamericano al evolucionar se amodorró y se debilitó en los reinos creativos del arte y de la religión cuyo venero es siempre la vigilancia personal. Finalmente, aun desde el punto de vista del protestantismo, las sectas de las colonias fueron decadentes desde sus comienzos. El clamor del devoto fue pronto la protesta de un grupo brillante contra la condenación inevitable. Antes de la revolución, el protestantismo ya se había desmoronado hasta el átomo materialista y racionalista. Los padres de la Constitución no eran cristianos, aunque algunos de ellos acudiesen puntuales a los servicios de la iglesia.* Los Estados Unidos no han sido nunca una nación cristiana.
Capitalismo. El protestantismo racionalizó la Gracia o la predestinación del ser atómico, basándose en la autoridad bíblica: perteneció a aquella fase del hombre europeo durante la cual a causa de su fondo cristiano, el hombre tradujo todos los valores en términos espirituales por muy física que fuese su voluntad. El capitalismo racionalizó la Gracia o la predestinación francamente en términos del poderío material y basándose en la ley humana del propio crecimiento. En el capitalismo los elegidos son los ricos y los condenados los pobres y ambos son necesarios en el equilibrio social. Como en el protestantismo clásico, la responsabilidad es personal y hay una separación fundamental entre el próspero-bienaventurado y el despojado-maldito; y hay también la racionalización de esta codicia como la ley que gradualmente deja de ser de Dios para hacerse de la Naturaleza.
El Catolicismo no racionalizó nunca de una manera decorosa la esclavitud que puede definirse como la explotación humana. El catolicismo heredó y aceptó la negra maldición y la explicó como un rasgo del pecado original y como un incentivo para la caridad. No es una afirmación católica y sí una premisa del capitalismo el cual, sin duda, por esta razón, odió el nombre y lo borró. Tiene que haber elegidos que acumulen los valores sobrantes del explotado y quienes por medio de estos valores sobrantes que forman el capital, defiendan, agranden y sirvan al orden capitalista.
El calvinismo racionalizó la condenación de los más, para salvar la Escritura como una construcción divina y lógica a la vez, en la cual los elegidos pudiesen apoyarse, seguros del cielo. Los economistas del capitalismo racionalizaron la esclavitud de los más, para salvar la anarquía de la naturaleza humana no regenerada, con el dominio de los ambiciosos, como una estructura divina sobre la cual estos ambiciosos pudiesen apoyarse, seguros de la justificación social.
El capitalismo al principio colocó rígidamente al rico y al pobre en clases separadas tan distintas entre sí como las del elegido y el condenado presbiterianos. Esta situación se manifiesta aún en el capitalismo analizado por Marx. Pero una nueva fuerza estábase alzando, y a la cual nos volvemos ahora. Esta fuerza convirtió las órdenes impetuosas del puritanismo americano en el vago humanitarismo de las iglesias congregacionales y destruyó al mismo tiempo la rigidez de las clases económicas.
Democratismo. No debe confundírsele con el principio de la democracia integrada cuyas raíces fueron católicas y judías y cuya flor fue el liberalismo europeo. El democratismo es, sucintamente, el dogma místico de la salvación del populacho. Pero aunque su credo es sencillo: Vox populi vox Dei, sus fuentes son complejas. El igualitarismo romano se cubrió con la autoridad del clero, con el sacramento y con la gracia que de alguna manera tenía que ser, a la vez razonablemente merecida y divinamente otorgada. El protestantismo abolió el poder mágico del sacramento e hizo individual y predestinada la Gracia. Pero hubo hombres que creyeron que Roma y la Reforma, a su vez, tenían cada una la mitad de la verdad y que era necesario juntarlas. El igualitarismo de Roma (cualquier hombre podía y debía pertenecer al santo Cuerpo social) y la predestinación de la Reforma (el individuo se salva fuera de sus actos por una gracia imbuida en la persona antes de nacer) se juntan y significan que el cuerpo social de una nación es el santo cuerpo natural y que cada individuo se salva si se acomoda a él. La naturaleza misma es entonces quien otorga la Gracia predestinada; y cada hombre, si se une al natural cuerpo social, participa de su justicia.
Como todas las otras formas nacidas de la delicuescencia cristiana, el democratismo no tiene un padre solo; pero Rousseau vino a ser el punto de convergencia de donde sus tendencias resurgieron con fuerza. Su ciega fe en la bondad del ser instintivo y en la divinidad de la suma total de estos seres personificada en el Pueblo, su antipatía por las disciplinas y por las órdenes espirituales que significaban el dominio de las minorías (dentro del cuerpo individual o social), son rasgos del democratismo que desde luego no es más que una onda del movimiento romántico.
Aquí desfigurado por la adición se encuentra también el mismo concepto del ego disgregado que se glorifica a sí mismo, hallado en el protestantismo y en el capitalismo. El pueblo divino no es más que la suma de los seres disgregados y no purificados. El ego racionaliza ahora su derecho apoyándose en la autoridad de la Masa, que es una simple forma amplificada, de él mismo. No es extraña, pues, la adoración que mostró el Romanticismo hacia los dos, hacia el populacho y hacia el alma solitaria y no purificada, ya que el uno es sólo la acumulación de la otra; y no es extraño tampoco que la raza que ha perdido su prístina intuición de la persona verdadera, como el foco de la humanidad y del cosmos, quiera afirmar su inseguridad -que se aglutina para hacerse fuerte- apoyándose en el número…
Al revés que el capitalismo y el protestantismo que son europeos y que en los Estados Unidos siguieron su curso de una manera más virulenta porque fueron menos perturbados por el resto tradicional del mundo cristiano que los engendró, el democratismo, como ideal, parece ser principalmente americano. En ninguna parte de Europa se combinaron los elementos que lo componían de esta manera singular.* Es una forma peculiarmente acomodada a las condiciones y a la psicología del pionero. El colonizador americano, no sostenido por ninguna fuerte iglesia cultural como el conquistador, se deslizó sin resistencia hacia la selva primitiva. Sin embargo, no fue un salvaje. Sus recuerdos culturales bastaron para ayudarle a racionalizar la vida que tenía que vivir; una vida de acción inconsciente, de soledad absoluta y de ansia por el calor de la muchedumbre. Se convirtió en el enemigo instintivo de todas aquellas cualidades del espíritu que pudiesen entorpecer la labor del pionero: la meditación, la imaginación, el arte… Mas era aún bastante europeo para intentar justificar lo que hacía, con nombres doctrinales. Por esto, en nombre del igualitarismo, subyugó las distinciones intelectuales y espirituales. Quiso, sin embargo, poder adquirir posesiones materiales, porque éstas, al revés que las espirituales, no estorbaban al pionero. Por esto, en nombre de la predestinación toleró las riquezas económicas. Su democratismo consintió desigualdades en el reino material donde causan malestar mientras lo allanó todo hasta una norma negativa en el campo de la conciencia donde los valores jerárquicos deben conservarse, para que la humanidad no se hunda.
La anatomía del espíritu humano está tan especializada como la anatomía del cuerpo. Unos hombres son cerebro y células nerviosas, mientras otros no lo son. Una diferencia puramente cualitativa. Pero todas las células del cuerpo tienen que estar bien nutridas. El democratismo empobrece a los hombres intelectuales y sobrealimenta las formas más bastas. Floreció en la frontera americana antes de que naciese Rousseau. Se asoció al capitalismo y al protestantismo y juntos engendraron al pionero que formó los Estados Unidos. Se destruyó toda oposición. El indio, sólo íntimamente conocido por hombres heroicos como John Elliot y Daniel Boone, fue asesinado ferozmente; al negro se le segregó y las minorías religiosas fueron absorbidas. En Nueva Inglaterra, el verdadero puritano, con su creencia tradicional en el establecimiento de la iglesia y en su falsa teocracia católica, se convirtió en una reliquia; en el sur, el anglicanismo no fue más que un ademán y bajo las diferencias de las Secciones Americanas -diferencias considerables para producir una guerra que las eliminase- el pionero prevaleció con su nuevo credo. La Tierra quedó limpia para él, sólo quedaron las sombras de los bosques y el espíritu de los indios en la sombra.
El mundo que él creó con la fusión democratizada del capitalismo y del protestantismo, es la cultura de la máquina de los Estados Unidos actuales. Su retrato crítico ha sido ya hecho.* Aquí sólo hemos de acentúar aquellas líneas que convergen con la perspectiva de la América Hispana… El rasgo físico y económico principal de este mundo es, desde luego, la máquina, que fue el símbolo del espíritu de los fundadores de este mundo hace tres siglos. Y el rasgo psicológico más importante que la máquina es el amo, porque la vida de los Estados Unidos, delineada partiendo de un concepto falso de la persona, carece de verdaderas personas. Sus individuos son por lo tanto las víctimas de su voluntad, simbolizada y racionalizada por la máquina y maravillosamente extendida, crea una especie de manigua* exteriorizada que es el ambiente americano. Al través de esta agresiva manigua el norteamericano vaga peligrosamente en un estado esencialmente bárbaro como el del salvaje en los bosques brasileños.
Lo mismo que los salvajes del sur, el norteamericano profesa una religión que tiene un nombre vago: Pragmatismo, y un alto sacerdote: John Dewey, a quien la posteridad llamará el americano dominante de las primeras cuatro décadas del siglo XX.
El Pragmatismo toma la estructura social que la máquina ha labrado para que como matriz del hombre sea el primer agente modelador de su destino. Esta estructura es en sí una forma exteriorizada de ciertas tendencias subjetivas; pero el Pragmatismo la acepta como la única norma. Y dentro de esta norma, la norma industrial, el Pragmatismo debe sujetar la actividad individual a los procesos de diversa acomodación necesarios para sobrevivir. A este principio de acomodación, el Pragmatismo lo llama Inteligencia, que al mismo tiempo define como una simple función de la sobrevivencia y de la acomodación al medio. Virtualmente, pues, el Pragmatismo considera esta naturaleza de la máquina como algo absoluto que es externo y superior a la esencia del hombre y hace del espíritu y de la mente del hombre una serie de contingencias cuyo objeto es adorar esta naturaleza, acomodándose a ella. El Pragmatismo, se revela, así, como una actitud de sumisión a la manigua industrial el cual, ilógicamente, no le ofrece al hombre ninguna arma como no sean las que graciosamente le da la misma manigua.*
Ahora, si recordamos de nuevo que el mundo de la máquina es la encarnación de ciertos impulsos que hay dentro del hombre, vemos lo exacto que es llamar al pragmatismo una religión. El hombre primitivo coloca su voluntad personal en objetos exteriores para adorarlos como seres absolutos y anteriores a él. A esto se llama animismo. Y el pragmatismo, en esencia, es una religión animista. Por esto el ciudadano civilizado de los Estados Unidos, tiene no solamente su manigua, sino su religión correspondiente. En lugar del árbol y del tótem, en los cuales el salvaje ama sus fuerzas vitales, el pragmatismo adora su voluntad disgregante en la máquina (y en la sociedad-máquina), creyéndola anterior a él y haciéndola realmente dominadora al someterse a ella. Y esta fuerza, al revés que las fuerzas vitales de los salvajes, no es una expresión inconsciente de la totalidad, sino un fragmento cuyo efecto es humanamente destructivo. En el fondo del pragmatismo está la impotencia para reconocer el núcleo formativo de la verdadera persona: la exclusión del verdadero ser como el foco potencial, para el conocimiento objetivo, y como el punto de apoyo para la creación. Esta exclusión se deriva, desde luego, de un falso concepto de la persona, cuya falsedad tal vez viene del error que se halla en el fondo de los credos protestantes. La paradoja de relacionar el protestantismo individualista con el pragmatismo colectivista, desaparece así. La creencia afirma, en cualquier forma que sea, la separación y la independencia de la persona, la posibilidad de la salud espiritual o de la integración fuera del contenido que incluye la vida, envuelve una básica negación de la verdadera persona. Porque el primer paso de la experiencia individual deshace la separación y la independencia en que esta creencia y el credo protestante, singularmente, se fundan. El protestantismo puede decirse, por lo tanto, que ha ignorado radicalmente a la persona. Y en esta ignorancia produjo hombres en quienes el verdadero sentido de la personalidad, no pudiendo nutrirse, languideció. Hombres que, cuanto más se acogieron a sus voluntades atómicas, más se empobrecieron dentro de su verdadero egoísmo. Se convirtieron en un rebaño. Crearon la máquina, entre tanto, y consciente sólo de su propia voluntad disociada, adoraron esta voluntad en la forma simbólica de la máquina. Se hicieron hombres insensibles que veían sólo las circunstancias exteriores de su voluntad a lo que solamente llamaban real; mientras que a su oscuro sentido de la integración interior lo calificaban de «fantasía» mostrando así que una habilidosa acomodación a estas proyecciones de su deseo infantil y personal era el único medio de «hacer frente a la realidad» y de sobrevivir. Se hicieron pragmatistas. Su número hoy en los Estados Unidos es legión. Y bien puede llamarse, por lo tanto, el pragmatismo, en vista de su último origen, una degenerada religión protestante.
Al norteamericano la falsa afirmación de la persona le separa, no sólo de su alma, sino de su tierra. Su voluntad impetuosa no puede conocer al ser porque explota la energía de este ser para fines separatistas y fragmentarios; y no puede conocer la tierra tampoco por la misma razón. Y aquí, otra vez, el corazón devorador tiene su símbolo en la máquina que excava la tierra y la salta y la nivela y la pesa, pero no la conoce. El hombre, para adquirir aquella parte consciente de la vida que le distingue del sueño del bruto, necesita el contacto con los dos, con el ser y con la tierra. Contacto con su verdadero ser, porque el ser es la única fuente de conocimiento para él, y contacto con la tierra porque ésta es la experiencia más sencilla con el no-ser, con el mundo objetivo que es una dimensión de todo el conocimiento propio. El hombre jamás conocerá el mundo objetivo, si sólo permanece en contacto con el mundo de las máquinas. Porque la máquina, al ser una forma diferenciada de la voluntad separatista del hombre, es una parte de su ser, una parte fragmentaria hecha falsamente exterior por su afirmada independencia.
De aquí tenemos que deducir que las bases de la vida, tal como ha sido organizada en los Estados Unidos, son inadecuadas para la creación de los seres humanos completos.* Hemos visto que estas bases son el falso concepto de la persona; el intento de unificar la vida partiendo de los impulsos parciales de la persona y del deseo rebañego; y el perfeccionamiento de un artificio social que separa al individuo de los manantiales de su salud espiritual, de su alma y de su tierra. Tales bases sólo pueden engendrar el caos. Y el espectáculo exterior del orden, sólo ocultará la confusión.
Este es el mundo de los Estados Unidos, cuyo futuro está oscurecido por peligros, comparados con los cuales las dificultades económicas de ahora, son bendiciones, porque ellas, por lo menos, hacen pensar al pueblo.
Mas el pensamiento también puede ser impotente. El pensamiento de un hombre no puede extirpar un cáncer producido por una desarmonía de la integridad del ser. Si este cáncer continúa en la dirección de la vida ordinaria, los Estados Unidos perderán la iniciativa de tal manera, que la fuerza del peligro orgánico que amenaza a todos los hombres y a todas las razas les hundirá en el desastre. Su mismo progreso técnico no puede durar siempre. El manantial del mecanismo es la ciencia pura; y la energía intelectual, sin la cual no se pudo haber creado la ciencia práctica, vino de una Europa que aún no se había deshecho, de una Europa donde los hombres integrados perseguían a la ciencia por el amor a la ciencia. Amor es este del cual el técnico típico no sabe nada, porque es un hombre sin contacto con la totalidad de la vida y esencialmente estéril. Por algún tiempo podrá manejar todavía y hasta mejorar las máquinas cuyos principios descubrieron sus antepasados. Pero a medida que se aleje el manantial creativo de donde brota la potencia intelectual, y a medida que sus máquinas se hagan más complejas, el abismo se abrirá más cada vez entre su dominio y sus tareas. Y puede llegar el día, en que sin la sabiduría ya, del hombre que vive en contacto, no con una serie de cosas sino con la vida misma, el especialista sea incapaz de dominar la máquina.
Estos rasgos negativos del Democratismo industrial apuntan a un desastre local, tal vez remoto aún, que debe evitarse para que no se destruyan las fuerzas creativas de los Estados Unidos. Toda esta fase, ya hemos visto, que pertenece a la transición del hombre entre la naturaleza animal inconsciente y la consciente naturaleza humana. Mas una transición es peligrosa (el nacimiento es una transición), porque ella puede conducir lo mismo hacia adelante que hacia atrás. Hay en el democratismo del norte rasgos positivos que amenazan extenderse y anquilosarse en una permanente barrera que detenga y hunda el genio creativo del hombre… acaso para empezar de nuevo. Estos rasgos vienen disfrazados con atracciones inmediatas para la humanidad, entre las cuales están las excavaciones por encontrar las reliquias de los antiguos órdenes culturales, la exaltación de las normas de la vida ordinaria, y una moral popular triunfante…
El Democratismo industrial producido por la disolución de la cultura es un disolvente de las culturas en decadencia. Ya en los Estados Unidos las formas heredadas de la relación entre los hombres, entre el hombre y la mujer, entre el padre y el hijo, entre el gobernante y el gobernado, entre el artista y el público, entre el pastor y la grey, han desaparecido virtualmente. Están desapareciendo en Europa y en la América Hispana. Y deben desaparecer, puesto que en todas partes, desde Inglaterra a Chile, estas relaciones están revueltas con supuestos tradicionales que ya no son válidos. Las artes, y los estilos de los Estados Unidos, en cuanto representan un medio para eliminar escombros merecen ser acogidos con benevolencia. Además no se aceptará ya más el hambre. La miseria y la enfermedad que pudieron ser la norma de las masas en los mundos esclavos y en el mundo cristiano que defraudó a la esclavitud, creando un cielo democrático, no es admisible hoy. Ya la Francia del siglo XVIII había aprendido lo que los profetas hebreos sabían muy bien: que el hombre con el cuerpo negro de escualidez no puede tener un espíritu brillante. Y la América del Norte ha recorrido parte, por lo menos, del camino que va hacia un nuevo nivel más alto del bienestar físico y ha contribuido para siempre a universalizar en el espíritu humano, si no el hecho, sí el anhelo de la salud. La fuerza de este anhelo a los ojos del mundo hace universal la admiración por los valores de Norteamérica, ya que el admirador rara vez juzga.
Y por último, en lugar de moralidades muertas, el democratismo industrial de los Estados Unidos tiene su moral. La moral puede definirse diciendo que es un espíritu o una disposición común que nace de los ideales aceptados y activos de un pueblo. Los Estados Unidos tienen ideales y se mueven por ellos. No son los ideales profesados en ninguna iglesia; las iglesias carecen de moral. Ni son los ideales de los intelectuales y artistas desperdigados que también carecen de moral. Son ideales implícitos en la Constitución. Ideales que exaltan y mueven la sociedad americana como a un rebaño organizado para la tarea de la ganancia personal y del confort, ideales profesados por los humanitaristas que están devotamente alerta sobre la propiedad. Acaso es cierto que la mayoría de los americanos no ganan muchos bienes y adquieren poco confort entre el caos de las máquinas productoras de confort, y que estas máquinas las ganan sudando para vivir incómodos, pero, por lo menos, a la última moda. Mas la mayoría de los americanos aceptan el ideal de la posesión personal, el ideal de la comodidad física. La mayoría de los americanos dedican su vida a ganar estas dos cosas. Por eso realicen o no su ideal, tienen una moral.
Otros pueblos poseen ideales, pero ideales formados en gran parte por palabras teológicas y tradicionales que no tienen validez ya y que hablan confusamente al pueblo; y el pueblo está ligado a ciertos valores, aunque ve que en su forma importuna estos ideales son estériles. De aquí que su moral esté deshecha. Sólo dos naciones hay hoy en el mundo en las cuales la actividad común se ajusta a los valores comunes; sólo dos naciones que tengan moral: Rusia y los Estados Unidos. Las dos naciones más influyentes. Y no porque sus ideales sean aceptados por el mundo, sino porque la moral es invasora.
El español vino a América con la codicia del oro, con un Estado absoluto y con una Iglesia. La caridad cristiana fue arrogante y brutal, pero no destruyó el mundo que conquistó. La Inquisición y la espada no eran instrumentos tan perfectos como la voluntad no conformista del norte. Selvática como la encontró, quedó la tierra, y selvático quedó el indio de la selva también. El español se mezcló con esta América en un nivel dual: bajo su credo, como una bestia en celo, y por encima de su credo como un hombre enamorado del mundo que vivía en el vientre de su mujer india.
Entre estos dos niveles cesó pronto de ser español y se convirtió en americano. Claro que no en un americano definido como el indio, sino en un americano turbio y profético como el mestizo. Entre tanto, la conducta del Estado y de la Iglesia sobre el fermento fue principalmente de suspensión. Cortaron toda prematura cristalización del mestizo y le impidieron al indio que regresara a su misterioso pasado. La monarquía, aunque remota de la Colonia, pudo prohibir todo experimento de gobierno autóctono.* Los dogmas de la Iglesia nunca fueron reales, ni en la pampa ni en los Andes, pero sirvieron para preservar tanto al indio como al colono del caos de las sectas. Roma guardó vivo su espíritu en todo el mundo colonial, aunque su cuerpo era inadecuado ya para la América Hispana. La hermandad universal, la voluntad de unicidad en el pensamiento y en la acción, el servicio a la tierra por medio de la belleza y el servicio a los cielos por medio de la justicia, seguramente no interesaban al pueblo de una manera inmediata; pero tampoco se convirtieron en palabras que favoreciesen una voluntad contraria. Eran una presencia desencarnada y espectral en toda la América Hispana, una energía fluida que tomaba la forma del ánimo del pueblo. Y así, mientras el pueblo era devoto, estos ideales fueron las emociones de la Iglesia. Pero cuando los principios de Francia y de Norte América prevalecieron, ellos fueron también las emociones de la República.
Sólo de esta manera pueden entenderse estas repúblicas. Institucionalmente son impertinentes a su mundo, pero impertinentes eran también la monarquía de España y la teología de Roma. Como una forma del sentimiento ideal, ellas recogieron el espíritu errático cristiano del pueblo que la iglesia no podía ya contener. ¿No podría la república expresar la hermandad de los hombres mejor que la diócesis? Por esto, la energía ideal de la iglesia, ya que su cuerpo estaba caduco, engendró en la América Hispana estas irónicas repúblicas muy lejos, en efecto, de la estructura económica y política de las naciones, pero que sin saberlo contenían el espíritu romántico cristiano. En los Estados Unidos, la república representaba tan perfectamente los intereses del pueblo, que pudieron olvidarse los veneros ideales. Era un programa en acción, un instrumento de los amos de la tierra. En la América Hispana la república, como un hecho político, no existió nunca; por esto pudo aún servir como un gesto ideal. Y en este estado informe retiene valores potenciales heredados de la tradición de la iglesia, que podrían aun convertirla en un instrumento de la regeneración del pueblo.
He aquí una conjetura: prácticamente, la república en la América Hispana* simboliza una discontinuidad entre los ideales del pueblo y los ideales de la vida que son mucho más profundos que políticos. Esta discontinuidad explica la falta de moral en la América Hispana. En su estado más bajo, el mestizo o el criollo (por razones conocidas ya), viven para el goce mórbido y sensual; y como su mundo es de ordinario un mundo difícil, viven torcidamente y carecen de moral. Más desarrollados ya, pueden tener los ideales de su iglesia. Pero estos ideales no tienen realidad y ellos lo saben. Su iglesia ha sido asolada por el torrente histórico: su cultura merma, su arte declina y sus leyes están despedazadas por la ciencia. El gran mundo se precipita, no sabemos a donde, a pesar de la existencia de esta iglesia y el mestizo se encuentra humillado por su lealtad a un espíritu cuyo cuerpo conoce que es arcaico. Se encuentra inseguro y aterrorizado… Tal vez cree en la república. Su ideal será entonces el ideal romántico de Jefferson y Bolívar, pero con la discrepancia punzante, otra vez, entre la teoría de su estado y sus estímulos y sus acciones. Se sentirá impotente como ciudadano. Si es un indio, se abrirá un vasto abismo entre su espíritu y su vida. Conoce su alma y sabe que no hay lugar para ella ni en la república ni en la iglesia. Conoce su tierra, y siendo la tierra lo esencial de su raza, en las leyes de la nación no tiene ningún derecho. Y si es un mestizo, el conflicto entre los ideales y el mundo se levanta cuádruple por las confusiones que hay dentro de cada uno.
En resumen, el hispanoamericano de cualquier nación y de cualquier casta, labriego o intelectual, está entregado a ideales que llegan a él en un cuerpo arcaico, tradicional y roto ya. No ha encontrado el camino por donde este espíritu, al que es todavía leal, pueda moverse en el mundo moderno, y ningún medio de reencarnarlo en una existencia efectiva. Anhela de tal manera la realización de estos ideales (una doble necesidad, puesto que es el hijo del indio y del español, dos pueblos que no tienen palabra que corresponda a cant), que se siente desposeído en el mundo moderno, impotente, a pesar de sus altas capacidades, e inferior a cualquier nación (sean cuales fueren sus ideales) que haya encontrado una forma y una habitación para su espíritu. Como un ser social, por lo tanto, el hispanoamericano se halla hoy en las peores condiciones. Al desconfiar de sí mismo, desconfía de su hermano también. El temor, el desespero, o alguna esperanza loca son sus motivos de acción pública. Y considerado como ciudadano, no tiene moral.
Las formas efectivas de sus ideales no existen en el mundo. Pero su espíritu sí tiene un cuerpo interior. Todo lo débil que se quiera, pero lo tiene. Y tiene una moral como individuo, una moral imperfecta desde el momento en que la verdadera persona actúa como un ser social, intensifica su devoción a la familia y se agrupa con personas de espíritu equilibrado y armónico. Lo que explica en estos países la gran abundancia de la vida en grupos, no sólo entre los indios, sino entre los intelectuales, los ganaderos, los labriegos y los rancheros. Y la ineptitud de estos grupos, al fin, cuando entran en la acción pública, siguiendo a un caudillo o mezclándose en una revolución, se debe desde luego a que sus ideales no pueden expresarse en una forma social.
Hay muchas clases de personas en la América hispana. Los fríos pinos del sur de Chile no cobijan al mismo hombre que las palmas de Cuba; pechos muy diferentes respiran el aire húmedo del Amazonas, desde el ozono finísimo de los Andes, hasta los vientos amplios de la Pampa. Pero hay sin embargo armonías esenciales entre los pueblos. La armonía del pathos, sobre todo, que nace de la falta y la necesidad de una moral: la común lealtad a aquellos valores cuyas formas tradicionales son arrasadas por el mundo moderno y la común lealtad a la tarea de la recreación. La armonía de nacimiento: cargados de cultura estos pueblos están sin embargo nacionalmente vacíos, porque son ciudadanos de una nación premeditada, en contraste con el europeo nacido en pueblos que son el fruto maduro de una larga cultura orgánica. Esta dirección, impuesta a su nacimiento tiene sus pathos también porque es una carga para el hombre instintivo… La armonía de perspectiva física: cada hispanoamericano contempla un mundo cuya exuberancia natural es dominadora. El hispanoamericano no ha hecho mella en él y esto pone en sus ojos otros pathos de imperfección humana… La armonía de perspectiva cultural: cada hombre de Hispano América tiene que mirar hacia adelante: el indio, porque lo ha perdido todo y el mestizo porque no ha ganado nada y porque mirando hacia atrás, va a dar a los tiempos de la tradición, que debe abandonar. Sin embargo, ni España ni la América aborigen le han preparado para mirar hacia adelante. Como hemos visto, los dos, el español y el indio, son hombres de lo inmediato y de lo eterno. El mestizo se ve obligado por su mundo nuevo y deliberado, a vivir en un tiempo esencialmente extraño para él. Esta armonía de perspectiva le lleva de nuevo al pathos -al pathos del hombre que se siente extraño siempre. Y todas estas afinidades se acuerdan en un tono menor: en todas hay una pérdida o un anhelo, o una tragedia.*
Pero aun hay más relaciones positivas que unen al hombre de la Pampa con el hombre de la meseta de México. Sea cual fuere su condición, el hispanoamericano se halla en contacto directo con su alma y con su suelo (los dos son correlativos y van juntos siempre). Si se ha conservado simplemente indio o negro, el contacto es intenso y puede convertirse casi en manía bajo la opresión. Acaso la experiencia del negro es un recogerse instintivo como de sueño, en la selva o en su propio ser, y tal vez la del indio es su arcaica y propia vigilancia, como un elemento importante del clan cuyo cuerpo es la tierra comunal. Por muy elemental y detenida que esta experiencia esté, es siempre una semilla de creación para cuando la venida de cualquier primavera espiritual pueda ablandarla y hacerla crecer. Ni se ha roto este contacto en las clases urbanas, porque las ciudades -aun las grandes ciudades como Buenos Aires y Río de Janeiro y México- están rodeadas de su campo, vitalizadas por él, rítmicamente armonizadas con la economía agrícola; y el más desolado pueblo minero de los Andes no está separado de la montaña porque emocionalmente no ha sido dominado por la máquina. La iglesia, hasta donde ella puede funcionar hoy, fomenta este contacto con el suelo y con el propio ser. El platonismo cristiano no pudo vivir en la América Hispana: la piedad que conduce al cielo, hace mucho tiempo que se transformó en la piedad de la carne, como el único cáliz visible del alma. El ascetismo en el norte se hizo mundano, y el culto del Sacramento, en el Sur, se hizo terrenal. El católico de la América Hispana ve su alma como si fuera la de la tierra, las siente juntas y las goza juntas. Y el estudiante participa de este íntimo contacto. Su universidad, hija de la Síntesis de Santo Tomás, es universal, es a saber: que profesa la tradición del Todo y enseña la unidad de la vida como una suma orgánica. El intelectual, libertado del dogma católico, cambia el foco de su visión y generalmente pierde el foco por completo. Sin embargo, mientras busca a tientas otro nuevo, estos contactos primordiales y la tradición del Todo le salvan del desespero de la especialización. Le dirigen hacia un interés creador en la política y en la economía, le adiestran contra las falsas artes que carecen de esencia estética, y difunden su sentido del ego hasta hacerlo receptivo para los valores filosóficos y religiosos.
El intelectual y el hombre del campo giran en un cielo de gracia elemental. Y porque conocen el suelo y el alma, se conocen unos a otros. Su experiencia mutua les lleva a aquella integración potencial que es el comienzo de la creación. Conocen vagamente, sin embargo, y en un grado muy lejos aun del umbral de la acción.
La América Hispana, todavía más que los Estados Unidos es la mitad de un mundo. Con simetría sorprendente posee lo que el norte no tiene, y carece de lo que el norte ha conquistado ya para sí. En su tradición india y católica, encuentra una base adecuada sobre la cual levantar la substancia cultural que sirve para el intelectual, el proletario y el labrador. Mas esta labor transformadora no la ha hecho aún: al revés que los Estados Unidos que de una tradición mucho más pobre (una cristiandad despedazada en sectas y estrujada por falsas doctrinas) ha desfilado la energía en las formas de una civilización agresiva y de una ética del trabajo. Los Estados Unidos han llegado a conseguir una opinión pública bastante fuerte para permitir disentir la disidencia, medios liberales de comunicación, gobierno y comercio estabilizados, líderes que reflejan los valores populares y el ritmo de una muchedumbre dedicada a perseguir sus deseos perfectamente definidos. Todo esto falta en la América Hispana. Y aunque en ella se encuentran temas infinitos de música magnificente no tiene aún ritmo alguno, lo cual significa que no vive todavía de una manera orgánica.
Los Estados Unidos están amenazados de una catástrofe porque si su velocidad es grande, su propósito es pobre, porque la nutrición de su vida creadora se está debilitando mientras continúa la multiplicación de su vida material a la cual sólo el espíritu creativo puede controlar. Y porque su moral descansa sobre una premisa de valores que la experiencia humana revela falsos y estériles. Y así, cuanto más acelere su progreso actual, tanto más seguros van al desastre. Mas la América Hispana que carece de religión y de moral está en peligro de descarriarse.
Los continentes americanos son las dos caras de un solo problema. Los Estados Unidos necesitan un nuevo calor germinal. Sobre su base adecuada de cultura han levantado un cuerpo sólido que la inteligencia humana no puede manejar y que no dice nada al espíritu humano. En este cuerpo tienen que alojar la semilla que absorberá su energía y reventará transfigurándole. Esta semilla ha de ser la nueva experiencia de la vida en su totalidad; una revelación del destino humano trágico y divino, a cuya luz el pueblo verá que sus caminos actuales son falsos y groseros. Líderes capacitados tienen que manifestar esta revelación como un destino que todo el pueblo, armónicamente reunido, pueda cumplir. (El pueblo siempre está listo). Será un cambio de actitud tan profundo y tan intenso, que en términos modernos se aproximará a lo que los santos llamaban conversión.
A la América Hispana vino un orden rígido animado de un gran espíritu y cuando el orden se hizo más rígido y se encogió, no pudo ya contener el espíritu. Los valores del pueblo no tienen cuerpo y sus cuerpos institucionales -el religioso, el político, el económico- no tienen valor. El problema, al parecer tan diferente, es el mismo que el de los Estados Unidos. En un sitio hay orden que necesita vida, en otro hay vida que necesita orden, pero un orden muerto no es orgánico. Y una vida sin cuerpo no es vida. En la América Hispana, por mediación de líderes o de grupos directores, tiene que venir la revelación nuclear de una forma social (comenzando humildemente), que pueda contener los ideales del pueblo de tal manera, que el pueblo, fortificado por ella, los alimente con su energía y con el número. Este crecimiento en la América Hispana no será una conversión tanto como una evolución, puesto que las viejas formas -la india, la católica, la republicana- en contraste con el cuerpo de los Estados Unidos, son tan decrépitas que cualquier espíritu inquieto las aventará hechas polvo.
El norte, con su Democratismo Industrial, tiene un cuerpo inadecuado en la base, pero fuerte en la superficie, que ha de romperse con la ayuda, probablemente, de una revolución violenta. La tradición de totalidad no ha muerto nunca desde Roger Williams a Whitman, pero es hoy muy débil. Y es débil porque en el siglo XVIII, cuando se fundó la nación, la tradición de la vida como un organismo se había ya quebrado. La América Hispana no tiene absolutamente cuerpo, lo cual acaso es más ventajoso que tenerle reciamente armado si este cuerpo debe de ser deshecho. La vida como una integración orgánica tiene una fuerte tradición en la América Hispana. Es fuerte en el indio, en el católico y en el español. Y se manifiesta hoy agudamente en la voluntad de la juventud hispánica. El material sobre el cual esta voluntad tiene que trabajar es un caos enorme. Mas el camino está abierto.
El problema de los Estados Unidos consiste, pues, en dejar libre su impulso hacia un comienzo nuevo de creación. El de la América Hispana en encontrar los medios para realizar esta creación. El problema del norte es así de religión en lo que los hombres del Sur son fuertes, y el problema del sur es de disciplina, de técnica y de método en lo que los hombres del Norte son poderosos…
III. La persona
Son muchas las “causas” del desmoronamiento de la República Católica de Europa y ninguna es verdadera. En rigor, ninguna causa puede ser verdadera porque la vida es una sucesión de formas orgánicas y la razón del cambio de una forma a otra es la vida misma, no pudiendo haber ningún pequeño detalle dentro de una sola forma. En rigor, por lo tanto, nosotros podemos estudiar los hechos sólo como relaciones y lo que llamamos causas son acontecimientos de una contextura transformada en otra temporalmente adyacente. La esperanza del mundo descansa en la naturaleza de estas transformaciones. De vez en vez, en la Historia, algún rasgo humano mezclándose con otro, al calor de las circunstancias y en proporciones misteriosamente justas, se transforma en un acontecimiento que nunca había acontecido antes. Tal acontecimiento puede, desde luego, anticiparse, puesto que ninguno de sus elementos es nuevo. Más en la precisa configuración de estos elementos el acontecimiento es absolutamente original, fluyendo ya en la sucesión de las formas, cambia toda la vida. Estos cambios deben ocurrir en el concepto de la persona también, si se ha de crear un nuevo mundo en las costas del Atlántico.*
La Iglesia Católica heredó del mundo mediterráneo que la engendró y del cual ella fue el más conspicuo avatar un sentido confuso de la persona. El judío, el egipcio, el griego, el hombre de Libia y hasta el asiático, habían contribuido a esta herencia. Hay que escribir un libro, sobre los elementos de su concepción. Pero basta por ahora con anotar que el hombre de toda la cuenca mediterránea se había levantado en diferentes grados un milenio antes de Cristo, de un estado en que no era más que una parte inconsciente de la naturaleza. El resultado de este levantamiento fue dúplice: al perder su unión instintiva, el hombre se sintió solo, despojado, medroso… una persona separada, por lo tanto. Y de una manera deliberada buscó restablecer sobre una base consciente, la comunidad con la vida que había perdido. De aquí sus artes, su ciencia, su magia, su religión.
Pero la conciencia de su soledad adquirió valor; fue la señal de su levantamiento del sueño y la llamó personalidad, alma. Toda su voluntad animal de sobrevivir quedó ligada ahora a este nuevo concepto. El hombre quiso dominar el terror de la imperfección que su soledad envolvía, reconquistando de un modo consciente su unión con el cosmos. Pero el hombre quiso también, con fervor animal, que su ya elevada separación personal participase de la eternidad del cosmos. Quiso estar y no estar separado y por eso inventó la inmortalidad personal sin darse cuenta de que estaba conjugando recíprocamente términos exclusivos.
Mas todo esto es la misma ley del crecimiento que se observa en el niño. Aquel nacimiento mediterráneo -Egipto, Palestina, Mesopotamia, la Hélade-ocurrió poco menos que ayer y sus rasgos son nuestros propios rasgos. Fue como la primera mirada del recién nacido, tras la cual tiene que dormirse una y otra vez; fue un momento de desarmonía entre un estado aún no abandonado del todo y un estado no logrado todavía. El hombre debe recogerse en sí mismo, como un ser separado, un poco más de tiempo, para darse bien cuenta de que la separación es intolerable para él. El error de la persona absoluta es el umbral que conduce a la verdad de la persona relativa. Sólo aquel cuyo ego ha nacido en este estado de transición puede renacer a la verdadera consciencia, y esto es lo que todos los grandes religiosos han querido significar por el “segundo nacimiento” y por la conversión, por la “crucifixión de la carne”. Por esto las religiones han considerado también al pecador más cerca de la revelación que al hombre cuya bondad no era si no la armonía del sueño animal.
Entre tanto, sin embargo, la confusión de los conceptos contradictorios de la persona se extendió por todas las doctrinas del Mediterráneo; hasta a los judíos se extendió;* y la recogió la Iglesia Romana, con lo que causó un gran perjuicio. Todos los argumentos del mundo no pudieron jamás solucionar las dicotomías del “alma inmortal”, puesto que la falla estaba en la premisa. Así por ejemplo, si el alma era a la vez personal, y estaba destinada a unirse con Dios (la hipótesis del Todo), ¿tenía su curso predestinado, o poseía libre albedrío? Si estaba predestinada, ¿qué necesidad tenía de obras para perfeccionarse? Y si era libre de crearse ella misma la salvación o la condenación, ¿cómo podía depender de la omnipotencia de Dios? Innumerables cuestiones como esta, aturdieron a los Santos Padres. De cien modos se contestaron. El resultado fue una división abismal en la Iglesia, y no de doctrina (ya que la lógica puede amparar cualquier cosa), sino de experiencia. La Europa cristiana fue todo confusión. Había heredado confusión y no pudo deshacerla.
El protestantismo heredó esta confusión de la persona y resolvió el problema… de una manera falsa. Y como cualquier solución produce armonía, el protestantismo fue eficaz; pero como la solución fue una mentira, la eficacia creó pronto el desconcierto. Mas la persona falsamente concebida como una unidad absoluta y desociativa quedó por lo menos al descubierto. Se había ocultado en la integridad de Roma y ahora se encontraba libre y llena de entusiasmo irrefrenable del cuerpo cristiano. Los Estados Unidos, como sabemos, aceptaron la unidad engañosa y sobre ella levantaron su civilización. En formas ligeramente diferentes, triunfó también en la Europa Occidental. En todas partes, hasta en los países católicos, el hombre quedó fijo en la fase de transición de la conciencia: había salido de la integridad animal, y esto, que era bastante para sentirse solo, no era suficiente para separar su personalidad de las viejas concupiscencias animales y alcanzar la verdadera consciencia. En la América Hispana el hombre quedó en las mismas condiciones, con la excepción de ciertos indios que volvieron a hundirse por completo en la vieja integridad instintiva de la tribu, y de algunos negros (e indios también) que nunca habían salido de ella.
El hombre de todo el litoral atlántico, cuando se mueve completamente fuera del cielo que trazan el alimento y la procreación, le mueve el concepto del yo, como un átomo disociado. En teoría, es un monarca. Ya no anhela el cielo; pero sus exigencias privadas sobre la tierra son tan paradisíacas, que crea en ellas un mundo infernal. Se amontona en clases y naciones. Mas las leyes que estos cuerpos imponen, son las leyes del arbitrio y de la componenda. Tiene que renunciar a algunas cosas; a veces tiene que arriesgar la vida para no ser atrapado por la preponderancia de otros monarcas, ¡ay!, como él. Abandona lo menos que puede. Su sacrificio está en proporción de su debilidad; y el propósito de sus cuerpos sociales es llegar a los mismos fines que acaricia su voluntad separatista. El objeto del estado es también el engrandecimiento, la imposición propia y la propia perpetuación. Y la persona que “sirve” al Estado hace lo mismo. Si es fuerte para rebasar sus propios deseos, explotando al débil; y si es débil, para conseguir un poco de sus deseos, colaborando con el fuerte. Las naciones modernas son aglutinaciones no transformadas, de las voluntades de sus ciudadanos; y son Potencias mientras actúan con éxito, de la misma manera que actuaría un patriota si pudiese.
Y todo esto es ahora fatal para el hombre porque es falso a la esencia misma del hombre. El ser humano es relativo, no absoluto, es una unidad, no un monarca. Considerado como animal, el hombre puede, inconscientemente, representar una parte relativa en el todo por medio de los mecanismos instintivos del propio interés; y sobrevivir… como animal. Como hombre, tiene que representar su parte de una manera consciente como un ser integral y relativo, trascendiendo el proceso animal del propio interés, o fracasar como hombre. La voluntad animal es armoniosa en la naturaleza inconsciente; impulsada por la energía de la humana conciencia que surge, se hace monstruosa, porque el hombre es real sólo mientras él relaciona su vida con el universo como un accidente consciente, todo lo transitorio que se quiera, de su espíritu intemporal. En esta consciencia participa de la Eternidad que él representa: y para el hombre, que no es imperecedero, no puede haber otra.
Aquí bajo las formas significantes de los males económicos, está, por lo tanto, la esencia de la aflicción del hombre moderno en las costas del Atlántico. Separado progresivamente de la esencia humana, su pensamiento tiene que menoscabarse, encogerse su imaginación y oscurecerse su espíritu. Sin saberlo, porque está rodeado de hombres como él, dará en la locura. Todas sus máquinas no podrán salvarle si continúa siendo la encarnación de la voluntad que le separa de la vida. Y llegará el tiempo en que se acercará tanto a la paz dolorosa del bruto, que un día sus máquinas se romperán en sus manos y sus palabras no tendrán sentido.
El peligro del hombre en la manigua de los Estados Unidos no es americano, sino universal: por lo tanto, amenaza a todos los hombres y a todas las naciones modernas porque es el fruto de esta actitud frente a la vida -el falso concepto de la persona- que es uno de los rasgos principales de nuestro mundo actual. El otro rasgo principal es la respuesta a este peligro, con el escudriño anhelante de la humanidad que, por medio de las ciencias y de las artes, quiere encontrar y sentir de nuevo la vida de una manera que pueda salvarla. La lucha de estas fuerzas es el drama del hombre moderno. Y puesto que su teatro principal son las costas del Atlántico, el drama es el drama del Atlántico también.
Las formas sociales del individuo transitorio -Democratismo, Capitalismo, Imperialismo Industrial- son transitorias también. Pero ellas han creado en las costas del Atlántico el proto-cuerpo de un mundo. Su parte directora es el Norte: la Gran Bretaña y Francia al este, al oeste los Estados Unidos. El África del sur, que es un apéndice de Europa, y la América Hispana, es política y culturalmente inerte. Este cuerpo tiene que cambiar y el camino de este cambio es el drama del destino cultural del hombre. Si sucumbe su frágil consciencia a la amenaza inminente, el cuerpo acabará por endurecerse en formas sociales que serán la expresión del hombre inconsciente y animal. Si triunfa el espíritu humano, el cuerpo se transfigurará y nacerá el mundo Atlántico… el primer mundo del hombre consciente que será el hijo y el heredero del mundo mediterráneo, en el que la voluntad del hombre occidental se desperezó primero.
Las formas transitorias están tejiendo poco a poco el proto-cuerpo del Atlántico. Y así, aunque como fines, el Democratismo y el Industrialismo son absurdos, como medios son buenos. La comunicación mecánica, el comercio y el evangelio del gobierno popular, acercan todas las partes y todos los hombres de la América Hispana y los emparenta con Norte América y con Europa. El Capitalismo tiende, en todas partes, hacia una sociedad colectiva que fácilmente podría cambiarse en un socialismo, reteniendo sus valores esenciales. Esto sería un socialismo en el cual la verdadera persona -la verdadera consciencia humana- no tendría lugar: un socialismo en el cual el hombre funcionase sólo como parte de un rebaño en la actividad de la producción y del consumo. Mas como ya sabemos, el hombre en tal colectivismo ha de retroceder hasta la inconsciente armonía del bruto. Esta clase de socialismo no tiene en cuenta ni al ser humano ni al espíritu humano. Es un falso socialismo, un simple capitalismo humanitarizado o un democratismo socializado.
Contra el endurecimiento de estas formas transitorias luchan todos los hombres buenos. Aunque sus palabras sean diferentes, y los campos de sus esfuerzos apenas se toquen, todos se mueven por un motivo unitario. Y su trabajo debe al fin converger en otra clase de socialismo, de un socialismo integral que transfigura el presente cuerpo industrial basándose en el verdadero concepto de la persona.
La fuente de la conducta humana y del conocimiento humano para cada hombre, es el individuo. En el individuo, verdaderamente conocido, reside la experiencia de las relaciones integrales con todos los hombres. Por esta experiencia sabemos que el bienestar individual y el bienestar social son uno solo, y que el poder personal es personalmente destructivo hasta para el vencedor, que el sentimiento individual y el pensamiento individual son acciones sociales, que el servicio social es creación personal, y finalmente que la continuidad entre todos los hombres es de tal manera orgánica que la injusticia social más remota es una herida íntima en la propia carne de uno.
La polaridad del mundo atlántico puede así considerarse como una tensión entre las energías que llevan al hombre hacia la muerte y las que le mueven hacia el nacimiento humano. Los dos polos son activos en todas las partes del Atlántico. La energía del capitalismo, como hemos visto, no está confinada al norte: cada estado y cada ciudad de la América Hispana tiene hombres que cooperan con los líderes de los Estados Unidos. Y la voluntad de crear no está circunscripta tampoco al Sur de una manera decidida. Lucha heroicamente en los Estados Unidos y en Europa, y tal vez con más claros resultados que en el Sur, a causa de la mayor intensidad del peligro.
Toda creación en el mundo moderno, por muy desentendida que esté de su último fin, está contribuyendo al redescubrimiento de la persona. La aportación de Europa es grande en conquistas efectivas, la más grande desde luego. Lo mejor de la literatura imaginativa de Francia del siglo XX es un escudriño inquisitivo en la esencia humana ya por síntesis lírica o explicativa como en André Gide, Jules Romains, Romain Rolland, Jean Richard Bloch, los superrealistas, etc., ya por análisis disociativo como en Paul Valéry y en Marcel Proust. Las letras de la Europa Central aportan a Franz Kafka, cuyas novelas, valiéndose de una leyenda poética, colocan a la persona dentro de su cósmica contextura. La literatura británica aporta a D. H. Lawrence, cuyo fracaso apasionado por integrar su ser con su mundo produjo páginas infinitamente más importantes que todos los éxitos de los demás novelistas de Inglaterra; y a James Joyce que está creando una nueva leyenda en la que el individuo vuelve tierno al vientre de su vida instintiva para irrumpir en un nuevo nacimiento intelectual. La pintura moderna coopera también. Desde Cézanne, Van Gogh, Picasso, lo principal en ella es el esfuerzo por reproducir la esencia estructural, desdeñando las asociaciones transitorias del sentimiento, en formas que estéticamente representen la continuidad entre la voluntad creativa personal y la substancia objetiva. Los físicos, apoyándose fuertemente en el monismo idealista de los metafísicos alemanes, contribuyen también a establecer la continuidad del fenómeno, la relatividad de la energía y de la masa; y porque rompiendo el dualismo implícito en la ciencia clásica, entre la actitud intelectual del observador y la actitud real del observado, preparan el camino a la experiencia humana consciente, de la unión íntima con el universo de sus sentidos. Freud contribuye revelando el mecanismo somático del sueño, de la emoción, del pensamiento; sistematizando así las líneas de continuidad entre la persona y el mundo objetivo. Los Estados Unidos contribuyen con sus “artistas apocalípticos”* y con sus pensadores. La epistemología de John Dewey, por ejemplo, es tal vez el saldo definitivo de las falsas dicotomías y dualismos heredados de las culturas esclavas: causa-y-efecto, propósito-y-fin, pensamiento-y-acto, ideal-e-instinto, etc., son revelados por Dewey como correlaciones que no tienen existencia separada.
Y así, el padre de la falsa religión del pragmatismo es uno de los preparadores del universo continuo en el que la misma persona ha de ser la que conozca. Y la enorme aportación de Scudder Klyce,* que está creando con una síntesis de los materiales modernos la lógica de la continuidad física que ha de ayudar a formar el lenguaje y la imaginación de la persona consciente. La fotografía americana contribuye también con los trabajos de Alfred Stieglitz, que son una prueba milagrosa y clara del efecto posible de la visión subjetiva de un hombre sobre los objetos sorprendidos automáticamente por medio de una lente. Pero tal vez la contribución más grande de los Estados Unidos sea la multitud de personas, que, hundidas en el falso individualismo, y en el falso colectivismo del mundo moderno, sienten más agudamente el peligro y se adelantan a encontrarlo.
España, inferior a Europa en la contribución intelectual, es superior a ella y a los Estados Unidos, vista como un cuerpo social orgánico, que da el ejemplo de su vida individual. Los líderes intelectuales de España -Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, etc.- guardan bajo sus diferencias, un espíritu unánime. Un espíritu desgraciadamente raro en Europa y casi desconocido en los Estados Unidos. Se le podría llamar espíritu “católico” si se despoja a la palabra de toda asociación dogmática y clerical. (Jacques Maritain y T. S. Elliot, y todos los llamados pensadores católicos de la Europa moderna carecen en absoluto de él). Tiene dos rasgos principales este espíritu: simpatía por todas las manifestaciones de la vida humana, una simpatía activa y creadora que viene de la experiencia de la conexión orgánica; e integridad personal (que falta casi completamente también en los intelectuales del otro lado de los Pirineos y del otro lado del Atlántico). Estos escritores españoles (aun los más europeizantes como Ortega y Gasset) han conservado a pesar del desmoronamiento del mundo cristiano, una integridad y un contacto inmediato con el mundo, que sólo puede venir del sentido verdadero de la persona. Este espíritu es común, en realidad, al labriego de Castilla, al obrero de Cataluña y al trabajador de Andalucía. El español moderno es el producto de la voluntad mediterránea de Isabel por integrar el ideal católico, y la tierra en un cuerpo activo y universal. Las formas del ideal se han deshecho, el mundo que España sostuvo en sus manos se ha desvanecido; pero la voluntad unitaria tenía tanta virtud que ella ha conservado al español individual. Su integridad no es, desde luego, la integridad activa y consciente de la verdadera persona (si así fuese, España sería de otro modo). Su integridad, acaso, no es más que una predisposición heredada hacia esta completa consciencia, una forma cultural en suspenso y aguardando la chispa y el combustible para ponerse en acción. Lo cual es bastante para hacer de España uno de los protagonistas en el drama del nacimiento atlántico.*
España, con sus asociaciones tradicionales y potenciales, se vuelve otra vez a la América Hispana cuya aptitud peculiar para participar en este Drama ha sido revelada en el “Retrato”. La América Hispana tiene la energía; los elementos necesarios y el estímulo.
Los rasgos más profundos de su vida tradicional, el indio y el hispánico, sólo requieren ser expresados en términos modernos para dar consistencia al concepto verdadero de la persona. El maya y el peruano entendieron el Ser como la unidad de un todo social que podía ser un bosquejo del cosmos. El mexicano lo entendió como una esencia de la naturaleza. Y todos los pueblos indios estuvieron libres del peligro trascendental: se adhirieron a lo substancial -al Sol, a la Tierra, al Hombre- como a los accidentes de lo universal. Y que su tradición se puede aprovechar y asimilar en términos modernos, lo prueba el comunismo profético de Mariátegui en Lima.
En el Brasil y en el Mar Central, existe el negro con su armonía sutil entre el ser y la madre tierra. Y en la ciencia moderna existe la oportunidad de trasmutar esta unión, desde la antigua sumisión hasta el dominio moderno.
Existe la herencia compleja y entera de la voluntad mediterránea y de la Iglesia católica que llegó a la América Hispana bastante intacta para perpetuar el programa del hombre como una parte consciente del cosmos. En Norte América, más que esta voluntad de Roma, fueron las voluntades fragmentarias de su decadencia las que se arraigaron y se hicieron tradicionales: la Gran Tradición, a pesar de que sobrevive, es débil. Y aquí, sin duda, descansa la única superioridad de la América Hispana sobre los Estados Unidos como creador potencial. La América Hispana es hija del siglo XVI, siglo en que la Europa Cristiana estaba aún relativamente fuerte y los Estados Unidos son el vástago, no de la Inglaterra Isabelina -que estaba aún entera y “feliz”- sino del siglo XVIII, del siglo en que el espíritu de Europa se hallaba sin cuerpo ya. Tal vez los elementos culturales que engendraron el Norte estaban demasiado disueltos, demasiado formados en su disolución, para ser espiritualmente fecundos, pero el cuerpo católico de España estaba aún viril cuando abrazó a América, y engendró en ella la vida.
Ya hemos visto cómo el espíritu de la esclavitud se tejió en el dogma de la Reforma y cómo está implícito en el Capitalismo. Y ya hemos visto cómo la tradición católica, aunque defendía la esclavitud, nunca aceptó doctrinalmente su espíritu. Mas la voluntad católica, en su empeño vano por crear un cuerpo social, animado con el ser místico del hombre, podría renacer en forma de comunismo integral. Hacia este fin en realidad, se movieron oscuramente los jesuitas en sus Misiones Comunistas. Cualquier religión basada sobre el anhelo católico de unir la verdad individual y la justicia social -la Iglesia y el Estado- puede conducir a una forma de comunismo. L. U.S.R.R.[sic] es la lógica evolución de la Rusia Católica; y el credo de Marx salió (en forma germánica) de los profetas hebreos. Además, el espíritu católico de la América Hispana se conservará libre de las tendencias trascendentales de su pasado y del separatismo del ego europeo porque los dos, como sabemos, son repelidos por la esencia india.
Entre tanto, España vino a ser de nuevo un elemento creciente en la promesa de la América Hispana. Durante el siglo XIX, como un gesto inevitable de independencia, la América Hispana se separó de España. Ahora, en el siglo XX, España vuelve a la América Hispana. La nueva República Española no traerá la justicia en seguida a la península. Una revolución mucho más grande será necesaria para esto. Pero la República ha derribado las últimas barreras que se alzaban entre las naciones hispánicas. España ya no es la madre real, amada al principio, y odiada después. En política y en economía es contemporánea ahora de la América Hispana. Todas las Repúblicas pueden ya unidas emerger del pasado y moverse juntas hacia el mundo atlántico para cooperar en su formación de una manera creadora. La relación de España con el nordeste del cuerpo atlántico (Francia y la Gran Bretaña) tiene afinidades, en realidad, con la relación de la América Hispana y los Estados Unidos.
Por último, la América Hispana tiene que colaborar en la creación del mundo atlántico para poder vivir. No hace mucho tiempo que un pueblo pequeño se interpuso en la encrucijada de los grandes imperios. Israel, contra el poderío de Egipto, de Asiria, de Babilonia, de Alejandría, de Roma, no tuvo más que un medio de salvación. Ni la fuerza ni la astucia. En su cuerpo diminuto dio vida a un espíritu tan puro que los ejércitos no pudieron tocarle, a un espíritu tan fuerte en la verdad, que ganó a los que mandaban los ejércitos. La analogía histórica es un peligro si se lleva más allá de la metáfora. Pero con el propósito asociativo de la metáfora tan sólo, la comparación puede valer aún. La América Hispana, en esta crisis del mundo, es débil, como el pueblo judío, en fuerza material, y como él, se encuentra hoy anonadada. Y sólo como él puede sobrevivir haciéndose fuerte con la verdad que el mundo necesita; haciendo encarnar en su vida esta verdad, de tal manera que su vida y la verdad puedan vivir juntas.
Waldo Frank publicado en Revista Sur No 4 1931
* Véase Redescubrimiento de América. Allí se dan las redefiniciones del amor y del poder y se analizan los aspectos positivos de la máquina.
* John Wycliff (1320-1384? ) con su Lollardismo,fue el primero.
* Ejemplos de este ascetismo terrenal son las vidas de Jhon D. Rockefeller y Henry Ford.
* Roma se inclinó siempre a suprimir y perseguir a los quietistas y a los místicos neo platónicos, por muy Santos que fuesen.
* Los Hombres del Renacimiento de Inglaterra se quedaron en la nación o volvieron a ella con Walter Raleigh. Shakespeare, Bacon, Milton, no emigraron. Ni los puritanos verdaderamente ortodoxos que aceptaron la Iglesia establecida que ellos trataban de reformar por dentro. A los puritanos que emigraron, la Colonia no tardó en dividirlos en sectas.
* Apenas llegaron a América los ingleses, se establecieron. Tardaron dos siglos y medio en llegar al Pacífico. En cincuenta años, en cambio, los españoles habían explorado todo lo que va desde Chile hasta el río Hudson. ¿Por qué esta diferencia? Los españoles buscaban oro, pero también iban tras un manes para incorporarle al cuerpo católico. He aquí por lo que se precipitaban a los litorales. Su religión era global; la de los ingleses atómica. Y los ingleses eran hombres trabajadores. No buscaban un mundo cósmico sino una colonia firme y separada que explotar. Sin embargo, su concepto de la persona era muchos más activo y movible que el de los españoles católicos: La máquina fluía más de prisa que el oro; por esto el pionero fue al fin más lejos y el español vino a ser el que en realidad se estableció.
* Véanse, sobre todo, las obras del alemán Max Weber.
* Hubo, naturalmente, otra evolución del protestantismo americano: la ética, que considera la conducta como único medio de salvación. Mas estas iglesias (la Unitaria, por ejemplo), al caer poco a poco en las preocupaciones sociales, perdieron todo el sentido del núcleo místico y cósmico de la persona (que el protestantismo clásico había intentado retener en una forma separatista, para salvar el dilema del determinismo). Estas iglesias de “cultura ética”, al perder la esencia mística, gravitaron hacia un extremo del error y se alejaron tanto del verdadero conocimiento de la persona, como el Antinomianismo. Cuando tratemos del Pragmatismo y del Democratismo con quienes estas iglesias se alían se entenderá más claramente hasta qué punto el error de estas iglesias se relaciona con el error del ego disgregado.
* Tan absurdo como llamar quákero al actual capitán general del ejército y de la marina americana Herbert Hoover.
* El Marxismo, a pesar de que hace contener en el Democratismo algunos elementos rousseaunianos, difiere radicalmente de él por la fuerza que adjudica a la disciplina al recreo. Esto no puede decirse, sin embargo, de muchas páginas sueltas de Karl Marx.
* Véanse inter al las obras de Herbert Croly, Van Wick Brooks, Randolph Bourne, Walter Lipman, Lewis Mumford y Nuestra América y Redescubriendo Nuestra América.
* La manigua es “exterior”, no porque se compone meramente de máquinas objetivas, y de artes e instituciones objetivas hechas a máquina, sino también porque la máquina, al representar la voluntad separatista del hombre que tiene una voluntad aglutinante y no disgregadora. Más profundamente, sin embargo, la manigua es “interior” puesto que es la representación de una parte del hombre. Este problema de la máquina y la manigua americana, etc., se analiza detalladamente en Redescubrimiento de América.
* Dice Dewey: “El sentido de la totalidad que se ofrece como la esencia de la religión, puede ser formado y sostenido únicamente por agrupación en una sociedad que ha conseguido ya cierto grado de unidad. Esforzarse por cultivar esta agrupación, primero entre individuos y luego extendiéndola para formar una sociedad orgánicamente unificada, es una fantasía. La complacencia en esta fantasía manifiesta un anhelo, pero no un principio de construcción”. Es muy difícil siempre hallar en las palabras de Dewey un sumario breve y fiel que represente su credo; pero la cita anterior y sus prescripciones para que el nuevo individuo niegue en si mismo todos los principios y todas las normas que se opongan al orden social vigente, le revelan con bastante claridad. En todo esto están implícitos, el fracaso de Dewey para sentir la cualidad orgánica de la vida (en contraste con una totalidad extremadamente construída), y su aceptación del orden social como algo absoluto. Nunca se le ocurre a Dewey preguntar de donde viene este orden, ni por qué lo adora. Ningún fanático religioso, al exigir que el individuo niegue todas las partes de él mismo, que van en contra de aquellas otras partes que él ha erigido en un dios externo, podrá ir más lejos de la verdad.
* Véase la definición de “Cultura Integral” , en el Cap. V, pág. 2, y las consideraciones sobre la integración en los Caps. I, II, III y XVI de Redescubrimiento de América.
* Las misiones de los jesuitas fueron una excepción, y a causa de ellas, principalmente, se les expulsó.
* Tal vez hay una o dos excepciones sueltas: La Argentina y Costa Rica, por ejemplo.
* Muchos críticos hispanoamericanos empiezan a analizar estas afinidades, loa cual es un buen signo, ya que hasta aquí los escritores se habían contentado con sentirlas nada más. Tengo ante la vista un libro admirable de Carlos Alberto Erro, critico de Buenos Aires: Medida del criollismo, del cual me he servido para muchos detalles. Y apenas hay un número en las principales revistas hispanoamericanas que no contenga una aportación a esta síntesis crítica.
* Esto no significa, de ninguna manera, que la acción social directa y que la revolución social inmediata sean innecesarias si pueden llevarse a cabo. La vida no es tan simple como quieren que sea el revolucionario doctrinario que condena todo trabajo de recreación individual, y el liberal blanducho que condena toda violencia. Las dos, la re-creación y la re-creación colectiva, deben ir juntas, y ninguna puede estar completa sin la otra. Hay un tipo de revolucionario que no es bastante radical – o revolucionario- para ver que ninguna acción social puede ser permanentemente creativa, a no ser que los hombres que la representen estén evolucionando sincrónicamente con ellas. La insensatez de creer que la regeneración sale automáticamente de implantar un credo social o económico es exactamente igual a la insensatez de creer que todo el trabajo debe ser primero hecho sobre individuos y que cuando la humanidad haya sido “interiormente reformada”, ella se cuidara del problema que traiga un nuevo orden social.
* Antes del éxodo, el judaísmo no conocía la inmortalidad personal. En los días hlénicos, los fariseos la recogieron-debido a la influencia persa, sin duda- y vino a ser oficialmente parte de la fe judaica.
* Véase el Redescubrimiento de América
* Lógico americano, autor de Universe, etc. El que primero de una manera sistemática, y en términos científicos, ha respondido a la “religión” de Dewey.
* Vease España Virgen, particularmente los capítulos XIII y XIV.
Deja un comentario