—Tómate con paciencia los retrasos en los vuelos internos— me dicen colombianos y no colombianos.
Sin embargo, no he sufrido ni uno solo en los siete días que tenía programados. Contraté con una compañía joven, cómoda y eficiente. Mejor que muchas de nuestras low cost europeas. Se ha convertido en una competidora seria de SATENA, controlada por las Fuerzas Aéreas colombianas y sujeta a frecuentes cambios y anulaciones repentinas.
El Chocó linda al norte con Panamá y al oeste con el Océano Pacífico; sus otras fronteras son interiores. Es uno de los departamentos menos poblados del país y posee la mayor pluviometría del planeta. Las temperaturas son elevadas todo el año; un poco menos de diciembre a enero.
En la pequeña sala del piso inferior del aeropuerto casi no hay viajeros; somos doce personas afros y cuatro blancas. Las mujeres afro lucen brillantes joyas de oro; la mayoría, medallas y amuletos. La elevada presencia de la etnia afro en el Chocó es consecuencia del comercio de esclavos africanos iniciado por los colonizadores españoles. Desde dicho enclave los redistribuían al resto del continente. Son una población muy devota pero fuertemente aderezada con supersticiones. Con todo, a su Fiesta de San Pancho —Francisco de Asís— se le ha concedido el título de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y simboliza la identidad de la comunidad afro. La organizan los doce barrios franciscanos de Quibdó cada año, del 3 de septiembre al 5 de octubre. Se inaugura con una misa en la catedral y danzas tradicionales al son de chirimías que ejecuta la Banda de San Francisco de Asís. Hay desfiles carnavalescos, con carrozas alegóricas, misas diarias y un paseo de la imagen del santo en barca por el río Atrato el día 3 de octubre. El 4 se cierra la fiesta de forma apoteósica: la muchedumbre saluda el nacimiento del día entonando himnos devotos y por la tarde participa en la gran Procesión del Santo. La imagen va tan cargada de oro que un ejército bien pertrechado tiene que escoltarla a lo largo del recorrido. En cuanto acaba, le quitan todas las joyas y las meten en la cámara acorazada del banco hasta el año siguiente. Carrozas, altares, indumentaria, ornamentaciones… son realizadas por artistas y artesanos locales. En cada barrio hay una familia responsable de mantener viva la tradición del festejo. El evento más importante de Quibdó fortalece la identidad del Chocó, fomenta su cohesión social y propicia creatividad e innovación al revitalizar y recrear el folclore y el respeto por la naturaleza.
Desde el cielo, contemplo las aldeas; racimos de uva dorada, lienzos de marfil ondulados, caracolas anaranjadas desfilando sobre enramadas color esmeralda. Un océano de frondosas nubes proyecta sombras de algodón sonrosado sobre la selva y tamiza el intenso turquesa del cielo de esta rica y dolorosa región colombiana.
Según las últimas noticias, posteriores al triunfo de Iván Duque (testaferro de Uribe), la crisis humanitaria se ha agravado aun más si cabe. Sin embargo, los medios de comunicación y las cadenas televisivas más poderosas de España prefieren volcar su interés —¿real?— día tras día en la aventura de doce niños tailandeses atrapados en una cueva por culpa de un tutor descerebrado que los metió allí en pleno monzón. En el Chocó, la ineficacia gubernamental, la explotación de los terratenientes, la acción de sus secuaces —paramilitares o grupos armados ilegales—, la delincuencia común, el ELN y sus crueles ataques, la vergonzante desidia occidental y la presión de las élites financieras “anacionales” matan diariamente a centenares.
Llegamos al aeropuerto El Careño. Las pinceladas de sol de mediodía sobre este jugoso tapiz me recuerdan a Van Gogh. En la recepción me espera Uli Kollwitz, un alemán que lleva aquí 40 años luchando desde la Comisión Vida, Justicia y Paz por esta gente que se muere sin remedio. Junto a él, el sacerdote John Jairo Gutiérrez; espera a tres jóvenes médicos alemanes que han volado conmigo. Forman parte de una fundación europea que trabaja por la dignidad de la mujer; vienen a supervisar una casa recién construida en Istmina en la que vivirán entre 40 y 50 niñas, si no las matan antes.
Nos metemos los seis en la furgoneta y nos dirigimos a casa de Uli y Úrsula Holzapfel, donde viviré 48 horas. Es una hermosa y sencilla vivienda colonial construida según cánones antiguos. Se respira un calor húmedo y se palpa un alboroto ornitológico que amenizará mi estancia junto a la música de salsa. Aun quedan unos cuantos ejemplares de unos y otros que no han sucumbido al mercurio con el que se extrae el oro a cielo abierto; pero les falta poco. En la terraza nos esperan la anfitriona y Michaela Phister, otra trabajadora de Vida, Justicia y Paz; me acompañará a visitar unos poblados indígenas, imposible de conseguir si no es con una persona de su confianza.
Comemos de prisa. No podemos volver a casa después de las seis. Aquí, la tasa de homicidios supera el promedio nacional. Los ilegales de toda piel controlan el territorio, extorsionan a pobladores y visitantes de forma sistemática, construyen fronteras invisibles, imponen horarios a la movilidad, restringen el acceso de foráneos, ejercen el microtráfico de la droga, utilizan a los niños como informantes y violan a menores de edad. Mientras tanto, los indígenas, obligados a concentrarse en la zonas más depauperadas, han venido a morir aquí.
—Para esto, mejor quedarnos en nuestras tierras, que los tiros son los mismos— me dice una indígena de 15 años con bebé de siete meses a la cintura.
Llevo aquí menos de tres horas y ya se me ha enganchado a la garganta un afilado escozor. Es el mercurio de las compañías extractoras transnacionales para tratar el oro, vertido de forma impune en el Atrato; causa de que el agua sea un veneno contundente.
—La que se usa para lavar y lavarse debe ser de lluvia y hervirse antes de ser utilizada— me informa Úrsula.
La de beber, embotellada y de fuera; si se puede pagar. Si no, la venenosa.
Entrevisto entre otras personas indígenas a Rosa Elena Chamorro, líder de la Asociación de Víctimas de los Pueblos Indígenas del Chocó. Es joven, valiente, decidida; una líder natural. Lleva toda su vida amenazada de muerte por hacendados, ejército, paramilitares, políticos, habitantes que quieren que los indígenas se vayan de sus tierras y los propios hombres de su comunidad, machistas ancestrales que no ven con buenos ojos a una mujer lideresa. Estudió psicología a escondidas, cuando las mujeres no podían salir de casa.
—Aquí aun se practica la ablación genital— me dice.
De eso, tampoco hablan nuestros medios de comunicación mayoritarios. O de que es un machismo heredado del colonizador.
La visita a los poblados indígenas ha sido fructífera, pero dura y desalentadora. Madres de altura infantil con bebés colgando de sus faldas que se tumban en hamacas para no quemar calorías, pues no tienen qué comer.
—Mi niña lleva una semana con diarrea, tiene ocho meses, estoy preocupada— me dice la mujer de uno de los líderes. Ni dinero para comer ni para pagar las medicinas que le prescribirían en el centro de salud si pudiese ir.
Nadie puede imaginarse desde el avión cómo es este paraíso infernal.
Al anochecer, mientras preparo las entrevistas de mañana y organizo las fotos y grabaciones de hoy en el porche, empieza a llover. Lo hará de forma intermitente y silenciosa a lo largo de la noche. La lluvia es el aire acondicionado de aquí, la que permite la supervivencia en las horas centrales del día, la que pinta de intenso verde la vegetación. La brisa me rocía con este aspersor natural, me refresca y refresca paredes y suelos. Difícil de aceptar que infecte de muerte.
No tarda el saro en someter al sosiego. La salsa sustituye a pájaros y lluvia de forma poco cortés.
—Todos los días, fíjate que prefieren un estereofónico a una nevera o lavadora, cuando no tienen qué comer se deshacen del aparato en la prendería, pero, en cuanto les llega plata, lo desempeñan— cuenta Uli.
Cuando los hombres borrachos llegan a casa, se sacuden la curda del bailadero trepanándose y trepanándonos los oídos con salsa. Los dioses hacen sordos a quienes no quieren oír.
Pepa Úbeda
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