Para Enrique Oramas, sembrador de semillas, asesinado, por sembrar semillas y cuidar los Farallones de Cali
I. Un sudor que poliniza el pan
Les desconsuela la suspensión del desfile de muertos por las calles del barrio y la imposibilidad de husmearles, tras su postigos de mármol; se habían acostumbrado sin gemido alguno, a la desaparición de los vivos; no les era suficiente el consuelo de avistarlos, en los canales globales que les recreaban el final de las tardes, con los reportes visuales de cientos de carros mortuorios sin dolientes, que avanzaban mudos a la morada final al inframundo, en las fosas comunes o en los hornos crematorios de la vieja Europa.
De a poco, el silencio inconocido, parido por el anuncio de la visita atropellada de la pandemia, era torturado desde antes del alba, por el ruido taladrante de los coches de variado tamaño, que desde sus chimeneas expelen olores insoportables para aves que en cuarentena habían regresado; desde lo alto de las montañas, derraman lágrimas, que anuncian que la lluvia de líquidos ácidos está de regreso.
Como virus furioso, trasmutan los aplausos de ayer, que exaltaban a los cuerpos de atención de primera línea, en un grito mediático privado, que vitorea la vuelta a las fábricas, que ellos mismos ordenan vía decretos, expedidos por su amanuense desde la capital. Los encumbrados en humo hasta la noche anterior, quedaron reducidos, con la escupa de los apestados, a soldaditos esculpidos en sal; mientras, el poder celebra el regreso del progreso: la normalidad, está de vuelta.
Los de abajo cabizbajos, toman distancian de su par de enfrente y de atrás, en marcha nupcial sin consentimiento previo, que su patrón dirige desde el piso último de los edificios altos arriba de La Frontera, mientras como antes, hacen gala de su obediencia de antes de conocer el silencio, y avanzan para ofrecer desde variados oficios, el arte de construir la ciudad de estructuras bonitas, que ellos los obreros, ni sus hijas sueñan con habitar.
Sentado en el trasporte masivo, de regreso a su habitáculo entre la cañada, somnoliento, con la piel tostada por el sol inclemente que se aposta en las ciudades a pie de páramo, 2.600 metros más cerca de las estrellas, se le dibuja una sonrisa, al saber que con su sudor a polinizado el pan para sus suyos.
Apretujado en el catre que comparte con su compañera y los dos hijos menores, delira con que sus manos a construido el país de sus sueños…expele 39 grados de fiebre.
Dante, da vueltas alrededor del aposento de su amo que asemeja un infierno. No ladra, solo gime… El gallo, que con el vecino salvó en el desplazamiento, rinde homenaje cerrando el pico y clausurando el canto…
Todos callan: el vecino, su mujer, los hijos, el vecino…Regresó el silencio, el de antes… solo se escucha en tintín del cristal del brindis de los de arriba…
II. Bajo la luna nítida, envuelto en poemas
La seducción y el asombro de la calle deshabitada, le ganó la partida a la prudencia y al miedo. El asombro, se materializó en un viento dulce que se pavonea sin restricción alguna, por entre las callecitas de los barrios de abajo y las avenidas que llevan a los senderos sembrados de mansiones y edificios altos, donde viven los que miran desde arriba.
Dan ganas de guindar una hamaca y disfrutar del silbido manso, que produce la brisa dulce que rasga sin asco y sin premeditación, el cuerpo de las calles pobladas de vacío, y le acompaña un coro polifónico de variados silencios que se escapan por las rendijas, tanto de los barrios altos, como desde los de abajo y desde los moteles, las estancias, los inquilinatos, las guaridas, los cambuches, las alcantarillas, de las copas de los árboles y los zaguanes, de los bajos de las escalares y del metro; de los arropados en plásticos negros y raídos en una esquina, donde los habitantes de la ciudad pasan las semanas pedagógicas para el confinamiento.
Se pavonean, bajo la luna nítida fantasmas envueltos en poemas, y uno va proclamando la herencia de García Lorca: se apagaron los faroles y se encendieron los grillos.
Occidente está de luto, el evangelio del progreso anuncia el apocalipsis de lo moderno: las Bolsas de Valores se vienen a pique y los valores de la solidaridad, la compasión y el amor emergen en medio de la crisis.
La certeza del progreso muestra su fragilidad y la verdad proclamada de la competencia y el individualismo, como el estado ideal, se derrumba ante la incertidumbre: la ciudad tiembla de pánico, ante la aparición de lo nano, lo pequeño, lo mínimo, el virus. Y el poder y el Estado declaran la guerra. Los misiles son inocuos frente al estornudo.
La vida es incertidumbre pura… y aprender a vivir en la incertidumbre, oficio que asumimos encarando nuestras imposibilidades, en donde brotan nuestras potencialidades.
El coronavirus, es un sistema vivo que asalta y desnuda nuestra fragilidad, pero que igual, anuncia que nuestra fuerza está en el diálogo con el otro, y, para que aprendamos eso, nos regala la soledad.
Caminando el territorio, en condición de domiciliador humanitario, algunas de las elucubraciones que hacemos se van evidenciando; una va caminando por los barrios pobres, los inquilinatos donde los inmigrantes refugian su extranjería, o en las casas de clase media, donde el hambre anónima no asoma a la calle por vergüenza, y a cada paso ese mundo te cuenta su sabiduría, te habla…
Caminar el nuevo territorio recién dibujado por la pandemia, en la búsqueda de seres que requieren paliar sus necesidades básicas es mágico; no hay una decisión cartográfica, el instinto es brújula; ellos con su fuerza nos atraen y nos arrastran; es la constatación de que el magneto que ponía a temblar las casas de Macondo, no es una ensoñación literaria; los herederos de Aureliano siguen buscando una segunda oportunidad sobre la tierra: los gitanos, los desplazados, las víctimas del conflicto armado, social y político, los que huyeron de sus tierras lejanas, se buscan territorialmente para juntar lo poco y multiplicar el pan. Y con su fuerza nos halan hasta donde malviven.
Caminando el territorio, en tiempos de pandemia, la ética emerge con toda su fuerza cuando, la solidaridad se expresa entre iguales; cuando el otro reconoce a su semejante, así mismo, a los demás de su especie. No al disminuido sino a un sujeto al que el poder y el Estado, secuestrado por los del barrio de edificios altos arriba de La Frontera, les niega, desde un proyecto de acumulación sin sentido, el goce efectivo de sus derechos y de su cuerpo.
Eso aprendemos en este nuevo oficio de domiciliadores humanitarios; repartimos algunos alimentos a los habitantes de calle, y uno de los chicos que tenía una bolsa no quiso recibirnos: no doctor, yo tengo cositas aquí; mejor déselos a los de allí; y los de allí te dicen: no monito, a los de más arribita que son venezolanos. Cuanto aprendemos en la calle…eso ha de ser, lo que la academia llama una sociedad liquida; brota la liquidez de mis ojos viejos, cuando recuerdo esa cadena de afectos, entre los que suponemos que no tienen nada…
III. Al maloliente durmiente, la onírica le dibuja una nevada
Emulando artificialmente al campo, la ciudad se acuesta con las gallinas y ni los gatos salen de ronda; los serenos menos; las “tías” chismosas se asoman por las ventanas cada siete minutos para cazar habitantes nocturnos de la calle, estrujados en el quicio de una puerta para guarecer sus cuerpos, exhaustos de una trashumancia que inquiere una respuesta a la condena o la libertad que arrastran.
El Loco, cual ropavejero que esculca en su costal, tienta los periódicos que recicla en el día en los basureros de los barrios altos y le servirán pronto de almohada. Extraña los artículos de El Viejo Topo que leía a préstamo en la Biblioteca Pública Piloto y recita de memoria y bajito una y otra columna de Alberto Aguirre, no sea que oídos de mala estirpe lo delaten con la policía secreta. No faltara más que rompiera la compartimentación requerida y se diera al traste con el exilio en la calle, urdido para escapar de la persecución de gobiernos de la seguridad democrática. Con sus manos gruesas y grasientas, de las que penden nueve dedos con uñas romas moradas, dedica minutos sin afanes a rasgar, con la delicadeza del doblador de papeletas de origami, las letras deprimidas por panegiristas del statu quo, en columnas sin decoro.
Con babas y corrección idiomática, que permitiría presentarse a una oposición para la cátedra de sintaxis del Instituto Caro y Cuervo, va tejiendo un discurso en contravía de las teorías utilitaristas, esgrimidas por Jeremías Bentham a finales del siglo XVIII, ante las que Simón Bolívar sucumbió, a cambio de préstamos de la Corona británica, inaugurando la deuda externa que aún cabalga y nos aprieta.
El cansancio domina a El Loco; cae en un sueño profundo, del que no sale ni con la visita de roedores famélicos que le saludan haciéndole cosquillas, ni con el cotorreo de almas sin sueños dignos de contar, almas espiadas con horror desde los postigos. Un viento helado de madrugada se cuela por entre el refugio pasajero, y las palabras pegadas con la saliva se levantan al vuelo, y arman remolinos dignos de Otraparte; al maloliente durmiente, la onírica le dibuja una nevada, y lento y preciso va tomando letras con las que raya un grafiti: “Ya Colombia no hace Poesía. Fernando González”.
Temprano en la mañana, por evitar ser despertado con agua helada con propósito malsano, otras veces soportado por debajo de la puerta como puñalada trapera, El Loco continúa su viaje a píe. Después de deambular por bulevares que ya los vecinos no visitan – y se persignan ante el sino trágico de vivir de nuevo en los barrios donde se criaron-, se da descanso para escuchar las noticias de la media tarde.
En el noticiario radial anuncian los avances del día: que un editorial del El Colombiano, pide el control mediante confinamiento de los habitantes de calle para parar el avance del coronavirus; que una docena de altos oficiales y un general de las Fuerzas Armadas de Colombia, han sido llamados a calificar servicios por estar inmersos en actos de inteligencia y contrainteligencia ilegal a periodistas y opositores políticos; que el Invima, advierte sobre la venta de pruebas rápidas fraudulentas de coronavirus; que el futuro candidato presidencial, Germán Vargas Lleras, propone baja de salarios y no pago de prima a los trabajadores en junio y diciembre; que miles de medianos y pequeños empresarios, denuncian que la banca se niega a hacerles créditos para mantener sus empresas; que el gobierno mantiene la intención de subsidiar a Avianca; que hay visos de corrupción en Metro Salud; que faltan a la ética servidores públicos que benefician a familiares con contratación impúdica…que vicepresidenta acusa de atenidos a los más vulnerados; que el presidente, anuncia en cadena nacional, que en el gobierno de “locombia” (sic), hay cero tolerancia a la corrupción.
Hastiado con el menú noticioso, avanza hasta el habitáculo que un imberbe fraile de 20 años, tan zafo como el de Asís, habilitó en el barrio de recicladores, donde él mismo, en compañía de su amigo en trance de asceta y una mujer, con el Apocalipsis tatuado en el rostro por el fuego, o por una plancha hirviente, bañan, dan de comer caliente y lavan y cambian la ropa de los habitantes de la calle; mis colegas, dirá El Loco.
Como él, desde hace cuatro gobiernos, tras tres semanas de cuarentena huyeron del barrio San Joaquín, acosados por la ley y el orden, ante acusación de algunos vecinos en el periódico regional, de insanidad y perturbación de las buenas costumbres, por adelantar la caridad cristiana como virtud y atributo humano; desde un convento cercano, son secundados por dos monjas liliputienses, que como ellos, resisten el poder descomunal de un Plan Parcial agenciado por gobiernos de antes, que condenaron al barrio a una desaparición forzada.
Al final de la tarde, despedidos por el fraile con bendición no pedida, pero aceptada con solemnidad y respeto por quien la dispensa, los domiciliarios humanitarios, después de dejar el menaje de alimentos y la provisión de útiles de aseo, proporcionado por amigos del combo de la Villa, parten para continuar con su trabajo. Parados, antes de un cruce por un semáforo en rojo, un chico se ofrece para limpiar el parabrisas, se percata que el vehículo forma parte de una caravana que recoge alimentos para los más vulnerados, esculca sus bolsillos, extrae un billete de dos mil pesos moneda legal y los ofrece: parce, es lo que he hecho hoy, tome, para los más pobres.
José Miguel Sánchez Giraldo, Educador popular
Foto tomada de: https://www.wradio.com.co/
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